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Bonil y el ejército de los agelastas
Mar, 10/02/2015 - 09:55

Leonardo Valencia

Ecuador: la cultura como vergüenza ajena
Leonardo Valencia

Leonardo Valencia es escritor ecuatoriano. Ha publicado libros de cuentos y novelas. Con el crítico Wilfrido Corral publicó la antología Cuentistas hispanoamericanos de entresiglo (McGraw Hill, 2005). Fue seleccionado para el Hay Festival de Bogotá 39 como uno de los 39 autores más destacados de la actual literatura latinoamericana. Es columnista de diario El Universo (Ecuador) y dirige en Barcelona el Laboratorio de Escritura.

¿Cómo se llama el que no se ríe?

En su discurso de recepción del Premio Jerusalén, el novelista Milán Kundera recordó el nombre que reciben quienes no se ríen. Son los agelastas. Señaló que el arte de la novela ha llegado al mundo como eco de la risa de Dios. “Dios se ríe del hombre al verlo pensar, porque la verdad se le escapa –sostenía Kundera–. Don Quijote piensa, Sancho piensa y no solamente la verdad del mundo, sino también la verdad de su propio yo se les va de las manos. Los primeros novelistas europeos percibieron y captaron esta nueva situación del hombre y sobre ella fundaron el arte nuevo, el arte de la novela”. Poco después Kundera mencionó que fue Rabelais, el autor de Gargantúa y Pantagruel, quien usó el término agelasta. En realidad, Rabelais lo aplica en referencia a los serios teólogos de la Universidad de la Sorbona de su época, allá por el siglo XVI, que censuraron su gran novela por el humor desmesurado e irreverente que tiene. Rabelais conocía la leyenda de la piedra de la tristeza, ubicada en Eleusis, donde se contaba que se sentó Deméter. Esa piedra se llamaba “agelastos”. Inevitable asociar que esa palabra venga de los misterios eleusinos, supuesto centro de la única verdad.

Kundera dice que al escaparse la verdad, o mejor dicho, al no poder alcanzarla, es cuando debemos reír. Quien no ríe es aquel que se siente poseedor de la verdad. En esta línea, ¿quien se ríe de sí mismo es aquel que sabe que no tiene la verdad? No exactamente. Quien sabe reírse de que no tiene la verdad ha ganado una posibilidad de descubrir la suya propia, un punto de partida para aligerar el peso de las Grandes Verdades y empezar a descubrir, digamos, una verdad “chiquita”.

Pero volvamos a Rabelais. Y de ahí un saltito a Mijail Bajtín. Menciono a este último por un estudio cuya lectura recomiendo al Gobierno ecuatoriano en pleno, incluidos todos los asambleístas, titulado La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Por supuesto, primero lean la novela de Rabelais, disfrútenla, y después me cuentan. El asunto es que Bajtin explica la necesidad del “carnaval”, un periodo de excepción donde la risa y los roles se trastocan. Es una verdadera válvula de escape para que, curiosamente, la sociedad se regenere. Todos deben estar dispuestos a explorar ese territorio de excepción, sabiendo que, concluido el lapso carnavalesco, las cosas volverán, renovadas, a su sitio. Bajtín explica las raíces antiguas de este paréntesis cultural y lo aplica como un eje para comprender lo que se pone en juego en la novela de Rabelais. Es en este estudio donde Bajtín también recuerda a los agelastas, y lo que les puede pasar a quienes no se ríen. Por supuesto, no lo diré aquí, para que algún funcionario de turno se luzca leyendo el libro para el respectivo informe a sus superiores, que no tienen tiempo para leer: que así vamos, en este gobierno se trabaja rastreando hasta el menor dato de cualquier crítica o caricatura. En este caso será de provecho, pero mi escepticismo me dice que no esperemos tanto, que de eficaces no se van a pasar ciertos funcionarios y menos aún porque lo diga un autor de novelitas que escribe columnitas editoriales como yo, faltaba más. Al hablar de las caricaturas de Bonil, el presidente Correa las llama “dibujitos” (sus diminutivos no son humor, son sarcasmo). Menciono a Bonil porque este artículo va en homenaje a él y a su valentía –el momento que escribo este artículo (ayer) debe estar presentándose por segunda vez a comparecer a una audiencia en la Superintendencia de Comunicación–. A mucha honra, Bonil, son dibujitos, pero qué grandes dibujitos que han despertado el interés del mundo entero por ver cómo alteran a un gobierno como para desplegar a su ejército de agelastas.

Pero volvamos a la Edad Media –aunque no sé si con el gobierno puritano que tenemos seguimos en ella–, que hay otra novela, esta sí muy conocida y fácil de encontrar, El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Allí se cuenta una serie de asesinatos en un monasterio donde aplicados monjes copistas salvaguardan en manuscritos el saber de la antigüedad. Los asesinatos se originan por un enigmático libro de Aristóteles, una parte perdida de su Poética, donde defiende la risa en el arte, y que por oscuras razones conviene ocultar por la autoridad del filósofo griego. En este caso, como El nombre de la rosa es una novela de intriga, olviden mi spoiler (aunque ya serán dos libros para el afortunado funcionario que debe preparar el informe).

En resumen, cuento esto porque lo ocurrido con el caricaturista Bonil se está volviendo una parodia interminable de algo que viene de muy lejos, desde la Edad Media. Qué digo: de más allá. Viene de Platón. En La República, su gran tratado sobre la gestión de un Estado ideal, los poetas y artistas deben ser excluidos. El argumento de Platón es que sus obras, sus imágenes, falsifican la realidad, o mejor dicho, falsifican el ideal. Su obra es “phantasmata”, un simulacro. El pensamiento platónico es una forma de dogma estatal. Con esto descubro que estoy en el otro bando: soy un positivista aristotélico.

Así que no hay nada nuevo bajo el sol. Quizá lo sean los procedimientos de apariencia democrática (¿acaso esperan que estas comparecencias se conviertan en las famosas “autocríticas” de los soviets y los cubanos?), quizá los falsos discursos de ultracorrección política donde cualquier pretexto es bueno para irse por la tangente. Por haber juzgado que la caricatura de Bonil sobre el asambleísta Agustín Delgado es una forma de discriminación racial o socioeconómica por su origen afroamericano, le recomendaría al susodicho funcionario que lea La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe. Pero no voy a abusar, son muchos libros, y la eficacia en temas de cultura y humor de este Gobierno no llega a tanto. Aunque puedo equivocarme, sin duda. La diferencia es que yo no puedo soltar un ejército.

*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.

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