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Chikungunya, cómo responder a la epidemia inesperada
Lun, 14/07/2014 - 14:41

Rodrigo Lara Serrano

Días Cristinistas
Rodrigo Lara Serrano

Rodrigo Lara es Editor Ejecutivo de la edición internacional de AméricaEconomía.

Quienes lo padecen suelen encarnarse piruetas de dolor como si les hubiera picado una abeja en la lengua: se trata de chikungunya, el virus de origen africano que, hasta principios de julio, había infectado a cerca de 200 mil personas en Latinoamérica y el Caribe de habla hispana (algo más de 193 mil en República Dominicana). Y otras casi 100 mil (con 1.000 hospitalizaciones y 33 muertos) en las Antillas bajo dominio francés y la Guyana que depende París.

Tal cantidad puede parecer pequeña si se piensa en los 600 millones de habitantes de la región. La percepción cambia con un único dato: el primer caso ocurrió en diciembre de 2013 en la isla de St Andrews, lugar al cual el virus arribó por medio de la sangre de un viajero.

Enfermedad de expansión planetaria reciente, el primer brote de este virus ocurrió en Tanzania (África) en 1952. Su nombre es un homenaje a la capacidad de los lenguajes de decir casi todo con una sola palabra: Chikungunya, “doblarse”. En este caso, doblarse de dolor: la OMS (Organización Mundial de la Salud)  explica que se trata de una “alusión al aspecto encorvado de los pacientes debido a los dolores articulares” que provoca la enfermedad. Proviene del idioma Kimakonde y es un reflejo de lo que ocurre en algunos casos, en que el afectado se contorsiona, durante meses (años, incluso), debido a dolores de cabeza, articulares y musculares, incapacitándolo para regresar a la vida normal. Si bien existen también complicaciones más graves, se presentan apenas ocasionalmente. En la mayoría de los casos la tortura es corta, ya que la infección dura sólo unos días.

El virus es transmitido por mosquitos de dos variedades (Aedes aegypti y Aedes albopictus), los que naturalmente se encuentran desde el centro/sur de Argentina y Chile hasta el sur de Estados Unidos. A casi siete meses de su llegada al continente, la enfermedad se encuentra establecida con firmeza en varias islas caribeñas menores, Haití y República Dominicana. El problema puede parecer algo distante para los países sudamericanos, no obstante -durante mayo, junio y julio- en Brasil, Chile, Cuba, México, Nicaragua, Panamá, Perú, Paraguay y Venezuela se registraron personas enfermas que se habían contagiado, principalmente, en República Dominicana o Haití, antes de retornar a sus hogares. En el caso de Venezuela que, al 14 de julio, hubiese 43 enfermos comprobados llevó al establecimiento de cercos epidemiológicos en busca de evitar que el virus se naturalice.

Casos de la enfermedad también se registraron en EE.UU. En Texas, Mississippi, Carolina del Sur, Tenessee, Kansas, Massachusetts y Florida. Los especialistas temen que Centroamérica, Colombia y Brasil sean las siguientes áreas de expansión de la enfermedad, en las cuales se haga endémica. Esto es, se afinque y los contagios ya no provengan de viajeros. No es un razonamiento audaz: chikungunya prospera en los mismos climas y condiciones que el dengue, mal que –en lo que transcurre de 2014– ya enfermó a más de 53 mil colombianos. En Brasil hubo 1,3 millones de casos en 2013 y en este año ya van 280 mil (el dengue posee varias cepas, algunas pueden ser mortales y eso explica el promedio anual de 20 mil muertes de ese origen en el país que acaba de celebrar la Copa del Mundo).

La llegada de esta nueva enfermedad con potencial epidémico regional pone sobre la mesa viejos dilemas para los gobiernos, sistemas de salud pública, empresas, ciudadanía y medios. ¿Cómo coordinar la acción de ellos para evitar o minimizar su impacto? La primera tentación es la de caer en la del enfoque “técnico” vertical. La creencia de que la respuesta sólo debe centrarse en el manejo “técnico-médico” de la situación. Los epidemiólogos dirán a los gobiernos lo que idealmente debe de hacerse y éstos, luego, decidirán si pueden hacerlo (si disponen de los recursos materiales para ello) y cómo les conviene hacerlo de manera de no crear alarma pública (siempre sospechosa de traer males mayores) para no erosionar su poder. Es un enfoque reductivo, que suele correr detrás de los acontecimientos.

La siguiente tentación es la de la complacencia. Dado que la enfermedad no es mayoritariamente mortal y tenderá a concentrar sus efectos en las regiones, barrios y grupos sociales más desfavorecidos (donde el control de los mosquitos resulta laxo por falta de medios o información), el peligro es aceptar desde ya su naturalización futura y esperarla sólo con consejos mediáticos, procediendo a invisibilizarla en los medios en caso que no explote con espectacularidad. Su defecto es que no conocemos los efectos a mediano y largo plazo del enraizamiento de chikungunya y cómo operará en este nuevo entorno. Amén de la evidente discriminación social que implica.

Una tercera tentación consiste en la respuesta fragmentada. Pensar que se trata sólo de “casos” que pueden resolverse desde lo médico institucional y no operando sobre la configuración de realidades, naciones y sistemas que es lo que permite su aparición. Por ejemplo, países o regiones medianamente protegidos por barreras naturales como la costa y altiplanos peruanos, Chile, la patagonia argentina y el norte de México, además de una vigilancia epidemiológica en puertos y aeropuertos, necesitarán coordinar con las empresas de transporte de personas y mercaderías mecanismos de alerta temprana y observación de cargas. Hacerlo tendrá un costo y supondrá demoras o complicaciones, al menos en un primer momento. Todo lo cual generará oposición o conflicto.

Paradójicamente, si bien resistir las tentaciones señaladas es lo necesario para llevar a que la enfermedad no se establezca o lo haga sin grandes daños, tal éxito no “premiará” a los agentes públicos y privados que lleven adelante las mejores estrategias (es más, no faltarán voces acusándolos de sobrerreaccionar, de gastar dineros públicos en una amenaza pequeña o imaginaria). Los votantes y los accionistas no suelen premiar a quien evita un desastre que no ocurre.

Es por ello es que no hay que esperar la respuesta óptima de las autoridades, sino que debe abogarse por el uso de herramientas novedosas que también operen desde abajo hacia arriba, según el modelo de “sabiduría de la multitud”: usar las mentes y capacidades técnicas y relacionales de los ciudadanos de a pie (organizados por medio de un sistema de reglas claras y escuetas), a través de redes sociales (en la web y fuera de ella), para lograr una respuesta descentralizada en paralelo a la institucional. Casos en que ello es posible son: la limitación del ciclo de vida de los mosquitos, el control del avance geográfico en detalle del virus y en la provisión de  acceso rápido y adecuado a la ayuda sanitaria cuando la infección ya se produjo.

Pronto habrá nuevas herramientas para neutralizar el virus. Empresas como la estadounidense Arbovax han anunciado que podrían tener una vacuna disponible en 2015, siempre que la FDA (Food and Drug Administration) se mueva con rapidez. En tanto que la austríaca Themis Bioscience confirmó que un estudio clínico Fase 1, de su versión de una vacuna profiláctica contra el virus, “indujo una respuesta neutralizadora inmune significativa”. Son buenas noticias. Sin embargo, confiarse en que la ciencia llegará al rescate y, mientras tanto, actuar mecánicamente, con las respuestas de siempre, sería erróneo. Además de cruel. Combinar lo mejor de los métodos tradicionales con enfoques novedosos de participación social es el camino para evitar, literalmente, que millones de personas se retuerzan de dolor.