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Colombia da envidia
Mié, 31/08/2016 - 10:38

Pascal Beltrán del Río

Elección 2012: el qué y el cómo
Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río Martin es periodista mexicano, ha ganado dos veces el Premio Nacional de Periodismo de México en la categoría de entrevista, en las ediciones 2003 y 2007. En 1986 ingresó en la entonces Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde se licenció en Periodismo y Comunicación Colectiva. De 1988 a 2003 trabajó en la revista Proceso; durante este tiempo publicó el libro Michoacán, ni un paso atrás (1993) y fue corresponsal en la ciudad de Washington, D.C. (1994-99), además de Subdirector de Información (2001-2003). Fue dos veces enviado especial en Asia Central y Medio Oriente, donde cubrió las repercusiones de los atentados terroristas de septiembre de 2001 y la invasión de Irak.

Frente a los desacuerdos permanentes que saturan nuestra vida política y minan nuestra convivencia, envidio lo que está haciendo Colombia.

El acuerdo de paz con las FARC, suscrito la semana pasada en La Habana, marcó el final de un camino trazado con propósito y recorrido con tesón.

He ahí un par de características que le faltan a nuestra clase política, especialmente al gobierno.

No fue sencillo acabar con una guerra que duró más de medio siglo y dejó 250 mil muertos y más de siete millones de desplazados.

En su objetivo de terminar con el conflicto, el presidente colombiano Juan Manuel Santos y su equipo de negociadores enfrentaron al peor de los enemigos del cambio: la costumbre.

Ya lo dijo el propio mandatario: en Colombia, la guerra se había vuelto “parte del paisaje”.

Imagine usted a guerrilleros que comenzaron a combatir cuando tenían diez años de edad y hoy son adultos. Y los intereses detrás del gasto de 3,5 puntos del PIB en armamento para sostener la lucha.

A lo largo de más de cuatro años de negociaciones con las FARC –al principio secretas–, el gobierno de Santos tuvo que enfrentarse al escepticismo e incluso a la oposición de sectores poderosos e influyentes.

Había quienes querían seguir debilitando a las FARC en el campo de batalla. Y aunque hay que reconocer que fue esa estrategia de combate frontal, llevada a cabo por el presidente Álvaro Uribe, la que llevó al grupo armado a la mesa de negociaciones, el conflicto bien pudo haberse prolongado por un tiempo que, para Colombia, hubiera sido irrecuperable.  

Lo que se asoma en Colombia es un mundo nuevo, cuyo parto, sin duda, traerá complejidades, pero era indispensable para dar futuro al país.

El fin de la guerra –que aún tendrá que ser sellado por los electores en un referéndum el 2 de octubre– podría generar un crecimiento económico de hasta un punto porcentual adicional del PIB, anticipan los expertos.

Desde 2010, la economía colombiana ha venido creciendo por encima de los cuatro puntos porcentuales. Ese desempeño ha sido calificado internacionalmente como exitoso y se ha sostenido en un trípode de política fiscal, cambiaria y financiera.

Con base en un sólido programa de infraestructura, financiado mayoritariamente por capital privado, Colombia ha dejado el deshonroso segundo lugar en mayor desigualdad social en América Latina que ocupaba sólo detrás de Brasil.

Como toda nación en desarrollo, sobre todo en esta región, Colombia tendrá que sortear la inestabilidad económica provocada por el derrumbe del precio de los commodities.

Sin embargo, el fin de la guerra envía una señal positiva a los mercados internacionales y fortalece la marca del país como destino de inversiones.

De entrada, ya no será necesario seguir gastando cada año cerca de 22 billones de pesos colombianos (siete mil 500 millones de dólares) en la guerra. Las energías liberadas seguramente permitirán al país tener otros horizontes, como reforzar sus indudables logros en el deporte, recientemente refrendados en los Juegos Olímpicos de Río.

Vale la pena destacar los éxitos de Colombia porque hay que considerar de dónde viene: un país estigmatizado internacionalmente como un santuario del tráfico de drogas, en el que la narcopolítica penetró sus instituciones y puso de rodillas al Estado frente a los criminales.

Ni el fin de la guerra con las FARC –que se volvió uno de los principales grupos de narcotraficantes del mundo– ni los avances contra la delincuencia en ciudades como Medellín acabarán de inmediato con el papel que juega un importante número de colombianos en el crimen transnacional. Sin embargo, el proceso de recuperación que sigue Colombia parece firme. Y no sólo por la evidente decisión de sus autoridades sino también por el papel de su sociedad, que jamás perdió la claridad respecto de dónde radica el mal.

No observo en ella confusión alguna respecto del narcotráfico y el pernicioso papel de las FARC. No hay, para ninguno de los dos, consideraciones, matices o atenuantes. Están mal y punto.

Ésas son cosas que no veo en México: un gobierno con rumbo y decisión y una sociedad que tiene claro que los criminales son sus verdaderos enemigos.

Y, sí, eso da envidia. 

*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.

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