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Crisis en México: ¿sacar al buey de la barranca o tapar la barranca de una vez?
Mié, 01/02/2017 - 10:02

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

G.K. Chesterton entendió nuestro dilema mejor que nadie: "Cuando un precepto religioso es destrozado, no sólo se desperdigan los vicios. Claro que los vicios se desperdigan, deambulan y causan daños. Pero también las virtudes se desperdigan y las virtudes deambulan de manera más salvaje, causando un daño mucho más terrible".
México enfrenta enormes riesgos, tanto en su interior como frente al exterior, ambos producto, en buena medida, de lo que Chesterton hubiera denominado "el rompimiento de un precepto religioso", aunque en este caso de religioso no tenga nada: la incapacidad e incompetencia legendaria de nuestro sistema de gobierno.

Ayotzinapa, el gasolinazo y la pobreza -tres ejemplos inconexos y radicalmente distintos entre sí- ilustran el fracaso de la gestión política del sistema a lo largo de las décadas, si no es que de siglos. En Ayotzinapa se resume la crisis de seguridad, justicia y gobierno que caracteriza al país; el llamado gasolinazo ilustra la propensión ancestral del gobierno a cortar esquinas, en este caso a incurrir en un gasto público politizado y deficitario, con el consecuente crecimiento de la deuda, para no lograr nada relevante (excepto devaluaciones), aunque sí más privilegios para una burocracia ineficiente y ensimismada; la pobreza, ese mal ancestral, no se ha extinguido porque se privilegian cacicazgos, sindicatos corruptos y el control político por encima del desarrollo y el progreso.

Ciertamente, cada uno de estos ejemplos emana de sus propias circunstancias, pero el común denominador que los causa es un sistema político displicente, no sólo incapaz de resolver problemas de una manera definitiva, sino indiferente frente a la necesidad de resolverlos, para no hablar de lograr un desarrollo integral.

Nada ilustra mejor la indisposición a resolver la causa de nuestros problemas que el Tratado de Libre Comercio, hoy bajo asalto por parte del nuevo presidente de Estados Unidos. El TLC ha sido la salvación económica del país a lo largo de los últimos veintitantos años, el único motor de crecimiento con que cuenta la economía. La amenaza que pende sobre el país desde el exterior se agudiza por lo que el presidente Peña Nieto llamó el fin de la "gallina que pone los huevos de oro", el petróleo.

El desafío que amenaza al TLC y el fin de la era petrolera generan enormes -y absolutamente razonables- miedos, tanto en la sociedad como en el gobierno. La razón es muy simple: porque ambos, cada uno a su manera, le permitieron al sistema -por décadas- evitar tomar las decisiones y emprender las acciones que el país requería para desarrollarse.

El petróleo permitió construir obras faraónicas que nadie necesitaba; substituyó el desarrollo de un sistema fiscal moderno porque generaba flujos (aparentemente) interminables de efectivo que, además, se podían desviar hacia cuentas privadas, gastos personales y campañas políticas. El petróleo en manos de Ali Babá permitió décadas de privilegios, enriquecimientos explicables y suficiente impulso económico como para que todo mundo se sintiera satisfecho.

El TLC fue la forma de darle la vuelta a todos los vicios e ineficiencias del sistema político. Aunque evidentemente se trata de un acuerdo en materia comercial y de inversión, su verdadera trascendencia no reside en lo económico per se, sino en la certidumbre jurídica que le confirió a las empresas e inversionistas para que arriesgaran su capital en México.

Visto desde una perspectiva cínica, el TLC fue una forma (otra) de evitar resolver los problemas internos que generaban (y siguen generando) incertidumbre jurídica, física y patrimonial entre los mexicanos. En lugar de resolver esos problemas, el gobierno optó por crear un régimen de excepción en el cual pudieran confiar los inversionistas del exterior. Esa es la razón por la que el TLC es el único motor de crecimiento: como pudimos ver en 2009 cuando se cayeron las exportaciones, sin la demanda de importaciones por parte de la economía norteamericana estamos lucidos. La solución no es más gasto público como este gobierno intentó, siguiendo la gran tradición iniciada en 1970, sino un régimen político y legal confiable.

La incertidumbre de hoy es perfectamente lógica, pero manufacturada en casa: es producto de todo lo que no se ha hecho para construir un país moderno, libre de su burocracia depredadora. Se han preferido acciones excepcionales que, como decía el viejo chiste, nos han hecho depender de soluciones “técnicas” como la Virgen de Guadalupe, en lugar de las “religiosas” como un nuevo régimen político al servicio del ciudadano.

Como tantas otras veces en los últimos 50 años, México se encuentra ante el eterno dilema de tratar de sacar al buey de la barranca o tapar la barranca de una vez por todas. Es evidente que es indispensable negociar un acuerdo amplio con EE.UU. del cual se desprendan los cambios técnicos en materia comercial, de seguridad o de lo que sea necesario, pero nada de eso evitará la siguiente crisis si no comenzamos a transformar al sistema político para que éste responda a las demandas ciudadanas, impida los excesos burocráticos y obligue a la construcción de pesos y contrapesos efectivos.

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