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El problema de México es con la sociedad estadounidense
Mar, 09/08/2016 - 09:27

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

El enojo es palpable y plenamente justificado: los riesgos de una presidencia Trump son obvios; las ofensas que le ha prodigado a México y los mexicanos son claramente inadmisibles. Todo esto es evidente e indisputable. La pregunta es si México tiene la posibilidad de “parar” a Trump y descarrilar su candidatura, todo ello sin riesgo ni consecuencias perniciosas. Esto último es clave: nuestra localización geográfica creó una enorme oportunidad económica, pero no un gran poder político. No creo que haya nadie dispuesto a afirmar que México sea la potencia regional. Siendo así, sin menoscabar la mancillada dignidad nacional, la respuesta mexicana a Trump no puede ser visceral: tenemos que actuar de manera que mejore nuestras opciones sin incrementar los riesgos.

Si cambiamos la palabra “enemigo” por “vecino”, nadie lo podría decir mejor que Sun Tzu: “Si conoces a tu enemigo y te conoces a ti mismo, no debes temer el resultado de cien batallas. Si te conoces a ti mismo pero no a tu enemigo, por cada victoria ganada sufrirás una derrota. Si no conoces a tu enemigo ni a ti mismo, sucumbirás en cada batalla”.

La estrategia de un actor pequeño frente a uno grande tiene que contemplar las circunstancias, y potenciales consecuencias, de su actuar. Por varios meses, el gobierno mexicano ha estado actuando -y presumiendo- en materia migratoria, promoviendo la ciudadanización de mexicanos que califican para ello, particularmente los llamados “swing states”, donde ningún partido comanda una mayoría sistemática: la presunción es que el voto de los nuevos ciudadanos podría hacer la diferencia el día de los comicios. La lógica numérica es obvia, no así su racionalidad política: de errar, habría que contender no sólo con el nuevo presidente, sino también, al menos potencialmente, con su ira.

Es evidente que México tiene que “hacer algo”, pero ese “algo” no puede entrañar un riesgo devastador. Muchos presidentes mexicanos han ido al congreso estadounidense a “leerles la cartilla;” algunos han trascendido los asuntos bilaterales (como migración y armas) para aventurarse en terrenos por demás escabrosos, como el Medio Oriente y Vietnam. Ninguno logró la benevolencia estadounidense: esperarlo habría sido absurdo. Visto desde nuestro lado, cualquier injerencia estadounidense en asuntos de política interna ha sido siempre rechazada y tachada de injustificada intervención. El nacionalismo estadounidense comienza ahí donde las diferencias entre sus partidos políticos terminan.

Además, en el caso específico de Trump, hay evidencia de que, a lo largo de su campaña por la nominación, sus números mejoraban cada vez que algún personaje mexicano, como fue el caso de Fox, aparecía en los medios criticándolo. La base dura de Trump cree fervientemente en su mensaje y cualquier ayuda de nuestra parte no hace sino fortalecerlo: lo último que debemos hacer es alebrestar (más) al gallinero.

Los gobiernos mexicanos desde fines de los ochenta mantienen una excelente relación con EUA: la interacción entre gobiernos es fluida, los problemas y reclamos se atienden (si bien no siempre se resuelven) y, cada que hay una crisis, la prioridad número uno es evitar que ésta crezca. En al menos dos ocasiones, la mitad del gabinete de Obama se apersonó en la ciudad de México para evitar un escalamiento de tensiones. El problema de México no es la relación con el gobierno norteamericano sino con la sociedad estadounidense. Es ahí donde el déficit es agudo y la causa de la fortaleza y resonancia de la retórica de Trump.

El gran beneficio del TLC fue abrir un mundo de oportunidades para la inversión en México y la exportación de productos manufacturados hacia nuestros vecinos; el gran costo fue habernos convertido en un asunto de su política interna. Hasta los noventa, México era visto como un país clave para ellos por razones geográficas, pero no constituía un factor de discusión política interna más allá de las agencias dedicadas a las drogas y similares. El debate que llevó a la ratificación del TLC cambió esa realidad y generó un estigma para México y lo mexicano en las regiones y comunidades que han salido perdedoras por el cambio tecnológico, la desaparición de empleos tradicionales y el movimiento de plantas manufactureras hacia México y otros países. El hecho político es que México acabó siendo culpado por innumerables males, de los cuales no éramos responsables, pero eso en política no importa.

Lo que sí importa es que no hicimos nada para atacar el problema. Luego de la ratificación del TLC nos olvidamos de la sociedad norteamericana a la que habíamos cortejado para su aprobación. Ahora estamos pagando esa factura. La pregunta es qué hacer al respecto.

En el largo plazo, es evidente lo que hay que hacer: conquistar a la sociedad estadounidense con nuestros excepcionales activos como cultura, historia, gente, servicio, vitalidad, humor, etc. No nos falta nada para lograrlo, excepto un compromiso de largo plazo. En lo inmediato no hay mucha más opción que establecer puentes con los equipos de las dos campañas, explicando la perspectiva mexicana y procurando minimizar daños futuros. Y confiar en que no se materialice el peor escenario.

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