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Innovadores de sofá, ¡pongámonos de pie!
Mié, 04/11/2015 - 12:17

Rafael Hernández

El peligro del consumidor contento
Rafael Hernández

Rafael Hernández, es Director de planeamiento estratégico de Publicidad Causa.

Tomemos un ejemplo notable. Digamos que Zara. Para casi todos, un ejemplo de empresa, de innovación, de éxito. Hasta ahí nada extraño. Habría que ser o muy ciego o muy mezquino para no reconocer la brillantez en su propuesta de fast fashion. Lo curioso viene cuando nos preguntamos en qué se ha traducido esa admiración. Además de impactar nuestro imaginario, ¿el caso Zara también ha impactado en nuestras propias prácticas de negocio? ¿O sencillamente nos limitamos a vestir el cuerpo con lo menos valioso que Zara tiene que ofrecer, su ropa, en lugar de vestir nuestra empresa con lo más valioso, su filosofía y sus prácticas? 

Siendo objetivos, considerando en frío, imparcialmente, vallejianamente, la mayoría de empresas se asemeja más a los competidores tradicionales que a Zara. Negocios atados a un modelo inmutable, un statu quo sobrecargado de procesos lentos, donde toma una eternidad desarrollar ese producto o servicio que va a ofrecerse, el cual invariablemente llega al mercado un poco tarde y un tanto desfasado de lo que el público realmente quería. Para compensarlo terminan gastando un dineral en publicidad, con el afán de convencer al público de que les están dando en la yema del gusto. Ajenos, como nos gusta decir a los planners, a la diferencia entre hacer que la gente quiera un producto, en lugar de hacer un producto que la gente quiera.

Retomando el caso Zara. Por un momento enfoquémonos menos en qué admirarla y más en qué aprender de ella. Cuando irrumpieron en el mercado no había ningún mandato divino que obligara a la industria de la moda a moverse tan despacio. Al contrario, siendo la moda, por definición, efímera, volátil, cambiante, ir lento era la peor de las ideas. Pero la obsesión por anticipar lo que la gente iba a querer mañana los llevaba a ese proceso complejo, de diseñadores impagables, deliberaciones eternas, grandes inventarios y mucha publicidad. ¿Cuál fue la genialidad del retador? Enfocarse en ofrecer a los consumidores lo que quieren hoy, pero entregándoselo hoy. Lograrlo implicaba desobedecer los paradigmas de la industria. ¿El resto por qué no lo pensó? Su modelo no lo permitía.

¿Quién decretó que la renta de videos era un negocio donde tener tiendas céntricas era la clave del éxito? ¿Acaso a Netflix le importó esa ley no escrita? Y nuevamente hoy todos celebramos a Netflix y criticamos a Blockbuster, pero ¿cuando nos miramos al espejo, a quién nos pareceremos más? Contemplar la genialidad ajena o ensayar la propia. En esa disyuntiva está la diferencia. El célebre aforismo del inglés Charles Caleb Cotton dice: “La forma más sincera de admiración es la imitación”. Hagámosle caso. No como invitación al calco, sino como incitación a incorporar esas cualidades que tanto resaltamos del otro en nuestra propia práctica profesional. 

Como punto de partida, existe un juego simple, casi infantil (y quizás por eso poderoso) que ayuda a que esa admiración se traslade del plano puramente contemplativo al plano activo. Se llama mash-up, mezcla. Consiste en preguntarnos qué habría hecho tal o cual marca si estuviera en nuestro mismo rubro y situación. Se trata de retarnos, al visualizar estos híbridos, a imaginar lo inimaginable. Probemos eso. Probemos otra cosa. Pero que no se diga de nosotros (dando un giro a la irónica frase de Jerome K. Jerome): “Le encanta la innovación, le fascina, puede sentarse y contemplarla por horas y horas”.