Pasar al contenido principal

ES / EN

La negociación con las FARC
Lun, 04/05/2015 - 16:22

Farid Kahhat

Las buenas noticias que trae el fallido atentado a Times Square
Farid Kahhat

Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional.

En promedio, las guerras civiles son bastante más prolongadas que las guerras entre Estados. Una proporción considerable de las guerras inter-estatales duran menos de un año. En cambio, de las 123 guerras civiles documentadas, entre 1945 y 1999, 70 duraron más de cinco años y 39 duraron más de diez años. Una de las explicaciones más comunes para esa diferencia recibe la misma denominación que una de las patologías habituales en las relaciones de pareja: sería difícil poner fin a las guerras civiles por los “problemas de compromiso” que ese esfuerzo suele implicar.

La idea es sencilla: salvo cuando una de las partes consigue una victoria decisiva en el terreno militar, las guerras suelen llegar a su fin por un acuerdo entre las partes en las que estas se comprometen a observar determinadas conductas en el futuro. El problema es que en ocasiones al menos una de las partes no tendrá incentivos para cumplir en el futuro los compromisos contraídos en el presente, cosa que la otra parte es capaz de prever. Es decir, los compromisos asumidos no son creíbles.

En concreto nos referimos a dos tipos de compromisos. A diferencia de una guerra entre Estados en la que las partes retienen sus fuerzas armadas después del conflicto, los acuerdos para poner fin a las guerras civiles suelen implicar un compromiso de desarme por parte de una o más fuerzas irregulares que solían desafiar al Estado. El problema con ese compromiso es que esas fuerzas irregulares tendrán incentivos para incumplirlos, o bien porque el incumplimiento les reditúa beneficios, o bien porque no confían en que el Estado (o grupos irregulares afines a él), cumplan con el compromiso de no masacrarlos una vez que se desarmen. Colombia provee ejemplos de ambos escenarios. De un lado, una proporción de los grupos para-militares no cumplieron el compromiso de desarme que acordaron con el gobierno de Álvaro Uribe, y emplearon sus armas para lucrar con diferentes actividades criminales (cosa que buena parte de ellos hacía ya de cualquier modo). Ejemplo del segundo escenario fue, en un contexto de negociaciones con el Estado, la creación con auspicio de las FARC de un partido político con miras a participar en procesos electorales: la Unión Patriótica de Colombia. Pero ni bien se constituyó ese nuevo partido, sus militantes comenzaron a caer abatidos por acción de grupos irregulares armados, vinculados en muchos casos a diversas fuerzas de seguridad del Estado colombiano: la Unión Patriótica dejó de existir después de que alrededor de 3.000 de sus militantes fueran asesinados.

 Por razones de ese tipo, el desarme de grupos irregulares tras un acuerdo de paz suele ser progresivo, condicionado a pasos que cada una de las partes deberá cumplir en el proceso, y se realiza ante un tercero neutral. En ocasiones (como en el caso de El Salvador), el acuerdo implica incluso que parte de la antigua guerrilla se integre a las fuerzas de seguridad del Estado.

Pero es entonces cuando surge un nuevo “problema de compromiso”. Incluso cuando los integrantes de los otrora grupos irregulares no son masacrados tras su desarme, los acuerdos de paz suelen implicar que el Estado adopte determinadas políticas públicas (V., una reforma agraria, cambios legales que permitan la participación política de la antigua insurgencia, etc.), o incluso que el gobierno comparta el poder con su antiguo enemigo. Pero el gobierno accedió a esas condiciones bajo el asedio de una insurrección armada, por ende la pregunta sería nuevamente, ¿qué incentivos tendrá el gobierno para cumplir sus compromisos una vez que los insurgentes deponen las armas?

A lo dicho hasta aquí habría que agregar los obstáculos habituales que surgen en los procesos de justicia transicional. No sólo está la dificultad propia de determinar cuál fue la causa del conflicto y quién tiene mayor responsabilidad por las víctimas inocentes que este produjo (si hubieran podido ponerse de acuerdo en la respuesta a preguntas de ese tipo, la guerra tal vez no hubiera comenzado, o al menos habría concluido antes). Está también la dificultad de conseguir que al menos parte de quienes fueron responsables por crímenes de guerra y de lesa humanidad asuman el costo de reparaciones materiales y simbólicas en favor de las víctimas, y acepten recibir algún tipo de sanción penal (pues de no hacerlo, por ejemplo, esos crímenes podrían ser juzgados por tribunales internacionales).

Como es de dominio público, ese último tema parece ser en este momento el nudo gordiano en las negociaciones entre el gobierno colombiano y las FARC. Según las encuestas, ese será un tema crucial para definir el respaldo ciudadano a un eventual acuerdo de paz, pues si bien la mayoría de colombianos desea tal acuerdo, una proporción significativa de ellos cambia de opinión cuando se les plantea la posibilidad de que este involucre la impunidad para los perpetradores de atrocidades durante el conflicto (en particular cuando se trata de los integrantes del Directorado de las FARC).

Países
Autores