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Lo que vi en Venezuela
Mar, 24/05/2016 - 00:14

Juan Carlos Hidalgo

La Marina estadounidense en aguas costarricenses
Juan Carlos Hidalgo

Juan Carlos Hidalgo es analista de políticas públicas sobre América Latina en el Cato Institute. Escribe frecuentemente sobre temas de actualidad y sus artículos han sido publicados en los principales periódicos latinoamericanos como La Nación (Argentina), El Tiempo (Colombia), El Universal (México) y El Comercio (Perú). También ha sido entrevistado en medios internacionales como BBC News, Al Jazeera, CNN en Español, Univisión, Telemundo, Voice of America, Bloomberg TV, entre otros. Se graduó en Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional de Costa Rica y sacó su maestría en Comercio y Política Pública Internacional en George Mason University.

Viajo regularmente a América Latina por trabajo y una de las cosas que siempre disfruto es pedirme un buen plato típico dondequiera que vaya: una bandeja paisa en Medellín, un lomito saltado en Lima, un asado en Buenos Aires.

Pero la experiencia, la semana pasada en Caracas, fue cualquier cosa menos placentera. Cuando el mesero me trajo un pabellón criollo (arroz, frijoles, carne mechada, queso frito y plátano maduro), vi su mirada y caí en cuenta: probablemente él o su familia tienen semanas, sino meses, sin comer algo similar. El arroz ha desaparecido de los supermercados y el kilo de carne cuesta un sexto del salario mínimo, que es $33 mensuales.

La primera vez que visité Venezuela en el 2009 noté que las conversaciones informales no giraban entorno a deportes, música o parejas –como ocurre en cualquier otra parte entre amigos–, sino mayormente en torno al tipo de cambio en el mercado negro y dónde comprar dólares. En este viaje, el tema dominante era la comida: ¿Dónde conseguir harina de pan (insumo para las hasta hace poco infaltables arepas)? ¿Cuántas semanas llevan sin tomar leche? ¿Cuántos días de comida hay en sus hogares en caso de una crisis mayor?

“Estamos comiendo mal”, me dijo una amiga de clase media. Un sondeo nacional reveló que el porcentaje de venezolanos que comen dos o menos veces al día aumentó en más de 10 puntos porcentuales durante el 2015. Venebarómetro señala que el 86% de las personas dicen comprar menos alimentos que antes. Las filas son evidentes en toda la ciudad: fuera de los supermercados, farmacias, panaderías y embajadas (por la gente intentando salir el país). Los ánimos rápidamente se caldean y los saqueos son cada vez más comunes. El Observatorio Venezolano de Conflictividad Social reporta 107 incidentes en el primer trimestre del año. Un estallido de mayor envergadura es inminente, la interrogante es cuándo.

El ánimo de la gente es sombrío. El famoso “épale” y la alegría caribeña que caracterizaban a los venezolanos han desaparecido. Las sonrisas son ahora modestas; las carcajadas, ausentes. Muchos no se atreven a contar las necesidades que están pasando, pero los rostros angustiosos denotan la procesión que llevan por dentro. El chofer que me trajo del aeropuerto me lo sintetizó muy bien: “Los visitantes me preguntan cómo hacemos para vivir. Pero aquí no se vive, se sobrevive”.

Venezuela pasa hambre. He aquí el nefasto legado del socialismo del siglo XXI.

*Esta columna fue publicada originalmente en el centro de estudios públicos ElCato.org.

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