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Los Estados homogéneos no son más pacíficos
Dom, 22/03/2015 - 14:35

Farid Kahhat

Las buenas noticias que trae el fallido atentado a Times Square
Farid Kahhat

Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional.

Al revisar los estudios empíricos sobre los factores que hacen a un Estado más proclive a padecer una guerra civil, la identidad cultural no es una variable particularmente importante para explicar esa probabilidad. No sólo porque otras variables (sobre todo las económicas), parecen tener un mayor poder explicativo, sino además porque las identidades culturales son como las muñecas rusas: las personas siempre poseen más de una (V., lengua, religión, historia, etc.), y a cuál de ellas apelamos depende del contexto de interacción social. Por lo demás, dentro de la última muñeca no hay nada: no existe una identidad cultural esencial, intrínsecamente más auténtica e importante que las demás.

El ejemplo de Pakistán nos revela por ejemplo que la identidad nacional no es una esencia inmutable sino una característica cultural entre otras, cuyo contenido e  importancia relativa depende de nuestra interacción social, y en particular de las relaciones de poder en las que estamos involucrados. Así, mientras en el subcontinente indio un movimiento nacionalista basado en la religión musulmana enfrentaba a un movimiento nacionalista basado en la religión hindú, pertenecer a una u otra religión era sin duda el rasgo crucial de la propia identidad: la libertad de culto, los derechos de propiedad, la integridad física, e incluso la propia vida podían depender de ello.

Pero cuando Pakistán consigue su independencia en 1947, la virtual totalidad de la población era musulmana. La religión deja por ende de ser la fuente primordial de identidad política. Surgen entonces diferencias políticas entre los musulmanes de Pakistán que no eran relevantes en presencia de un enemigo común (el nacionalismo hindú), que parecía representar una amenaza existencial. Por ejemplo, las diferencias entre Pakistán Occidental (más próspero en términos relativos, y sede del gobierno nacional), y Pakistán Oriental (separado de aquel por unos 1.500 kilómetros de territorio indio, y con una población de lengua bengalí al igual que parte de la India, pero a diferencia del resto de Pakistán). Esas diferencias llevan en 1971 a una guerra civil, como consecuencia de la cual Pakistán Oriental se convierte en un nuevo país: Bangladesh.

Tras la conversión de Pakistán Oriental en Bangladesh, otras diferencias culturales (por ejemplo, entre grupos lingüísticos o entre sunnitas y chiitas dentro de la religión musulmana), comenzaron a adquirir relevancia política en la otrora Pakistán Occidental (o ahora, simplemente, Pakistán). Pero ello no ocurrió porque las diferencias culturales necesariamente conduzcan a divergencias políticas, sino porque las diferencias culturales estaban relacionadas con un acceso diferenciado a recursos económicos y políticos. Es decir, no son las meras diferencias culturales sino las denominadas “Desigualdades  Horizontales” (es decir, la existencia de desigualdades políticas y económicas entre grupos definidos por sus rasgos culturales), las que inducen la politización de los rasgos culturales. Por ejemplo, el Urdu era la lengua oficial de Pakistán, pese a que era la lengua materna de sólo alrededor de un 8% de la población pakistaní, y estos eran en su mayoría descendientes de los musulmanes que emigraron desde lo que ahora era el Estado de la India durante el proceso de partición del subcontinente indio. Estos residían mayoritariamente en la provincia de Punyab, de donde provienen la mayor parte de la burocracia pública y los mandos de las fuerzas armadas (hecho relevante cuando se recuerda que los militares han gobernado el país durante la mayor parte de su existencia como Estado independiente). Es decir, los rasgos culturales más influyentes en la formación de la identidad política varían dependiendo  del contexto de interacción social: si soy perseguido por razón de mi religión, es probable que esta se convierta en el rasgo definitorio de mi identidad política. Si pertenecer a un determinado grupo lingüístico hace más probable que obtenga un puesto burocrático o acceda a servicios públicos, es probable que esa pertenencia se convierta en el rasgo que define mi identidad política. Pero si profesar una determinada religión o hablar una determinada lengua no provee ventaja o desventaja alguna en la distribución de recursos materiales o simbólicos, no habría en principio razón por la cual ese rasgo cultural deba convertirse en la fuente de una identidad política en nombre de la cual estaríamos dispuestos a movilizarnos (cuando no a matar y morir).

Un simple ejemplo provee evidencia intuitiva en favor de lo dicho hasta aquí. Los Estados de los que se podría decir que albergan una “Nación” culturalmente homogénea son una franca minoría en el sistema internacional contemporáneo. Por ende, si las diferencias culturales fueran una variable importante para explicar la probabilidad de que un Estado padezca una guerra civil, estas tenderían a ser un problema crónico en la mayoría de Estados del planeta. Afortunadamente, ese no es el caso.

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