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Los hijos de la serpiente
Lun, 22/09/2014 - 08:25

Alfonso Reece

‘¿Cuándo se jodió el Perú?’
Alfonso Reece

Alfonso Reece es ecuatoriano, y se ha desempeñado como escritor y periodista. Posee estudios de Derecho y Sociología en la Universidad Católica del Ecuador. Como periodista se ha desempeñado en los canales de televisión Ecuavisa y Teleamazonas, mientras que en prensa escrita ha colaborado en las principales revistas de su país, como 15 Días, Vistazo, SoHo, Mango y Mundo Diners. Actualmente es columnista en el diario El Universo (Guayaquil, Ecuador).

Es claro el sentido de la parábola edénica. Los seres humanos vivían libres y, por tanto, felices, sin que ninguno prevaleciera sobre el otro. Dios puso una sola condición, no podían comer del árbol “del conocimiento del bien y del mal”, es decir que nadie tenía la facultad de decidir qué era bueno y qué era malo. Pero un día la serpiente los convenció de comer de los frutos del árbol prohibido, diciéndoles que el día que lo hiciesen “serán como Elohim, conocedores de lo bueno y de lo malo”. Los humanos cayeron en la tentación y ese día se creó el Estado, es decir, aparecieron hombres que usurpaban la potestad de imponer qué es lo bueno y qué es lo malo para los otros. Normalmente decretan qué es lo bueno para ellos (“págame impuestos”) y qué es lo malo para los otros (“no comas hamburguesas”), pero así es el sistema del pecado, infernalmente imperfecto.

Con frecuencia se dice de los conductores de los estados “este se cree rey”, ¡nos quedamos cortos! Se creen dioses, con capacidad de establecer reglas morales para todo el mundo.

Podemos acercarnos a la felicidad, pero esta por definición es imposible. El hombre nace con el impulso de buscarla (“The pursuit of happines”, escribieron los Padres Fundadores), mas está destinado a no encontrarla. Esta insatisfacción permanente es la semilla del progreso, la inalcanzable plenitud tira de nosotros y nos hace cada vez más humanos (y, por tanto, más divinos). La búsqueda de la felicidad no es fácil, requiere esfuerzo y responsabilidad. La gran mayoría de las personas prefiere acomodarse en la opresión y la pobreza, a correr el riesgo de lanzarse en pos de la autodeterminación y la prosperidad. Por eso en todas las épocas han surgido hombres que pretenden ser “como Elohim” que, con una receta sencilla, ofrecen proporcionar desde su trono felicidad ilimitada, inacabable y casi gratuita. La condición para encontrarla es que los otros individuos los obedezcan y acepten su esquema de bien y mal ¡Y por lo menos la mitad de la humanidad siempre está pronta a aceptar ese proyecto! Los niveles de “felicidad” conseguidos son paupérrimos, pero los que se dicen dioses atribuyen su fracaso a la mediocridad y maldad de los otros.

Inventores de la felicidad los hay de toda laya, desde los que la hacen residir en una chistosa ecuación matemática, hasta los que la guardan en determinado modelo de sombrero. Sostiene el filósofo Gustavo Bueno en su libro El mito de la felicidad, apoyado en el criterio de varios maestros desde Aristóteles hasta Sartre, pasando por Séneca, que el principio de la felicidad entendida como fórmula es de mala fe, basado en el engaño o en el autoengaño, en el mejor de los casos. Es el caso de personas que se niegan a aceptar su limitación, o incluso sabiendo que son limitados, quieren ser “como Elohim” y se entregan a la tentación de la serpiente.

*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com

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