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Perú: el parque de las nanas
Jue, 12/03/2015 - 10:47

Alfredo Bullard

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Alfredo Bullard

Alfredo Bullard es un reconocido arbitrador latinoamericano y autor de "Derecho y economía: El análisis económico de las instituciones legales". Es socio del estudio Bullard Falla y Ezcurra Abogados.

“Mi mamá siempre se queja de ese parque porque van demasiadas nanas”. Escuché esa frase hace unos días. El parque no era malo porque era feo, o grande o chico. Tampoco porque estaba mal ubicado o estaba lejos o era ruidoso. No era un parque descuidado por la municipalidad. No es que iban delincuentes o era punto de encuentro de corruptos o drogadictos.

La queja ni siquiera era porque había demasiada gente, sino porque iba al parque cierto tipo de gente, es decir, personas que han sido contratadas para desarrollar una actividad concreta: cuidar niños.

Esos niños no son unos niños cualquiera, eran de padres con ingresos como para contratar a una persona que los cuide. El problema no era que hubiera demasiados niños ruidosos o traviesos.

Lo que molestaba no eran los niños, sino quienes los cuidan. ¿A qué se debe la molestia? Dudo que sea el uso de guardapolvos blancos o el género de los cuidadores (virtualmente siempre son mujeres). La molestia parece ser el origen socioeconómico de las cuidadoras. Y quizás, más claramente, su pertenencia a una raza (o su no pertenencia a otra).

La queja parece partir de un prejuicio, que como el término indica, es un juicio emitido antes de considerar todos los elementos necesarios para hacerlo. Prejuzgamos cuando llegamos a una conclusión antes de recorrer el camino necesario para arribar a ella. En realidad un prejuicio es una falta de juicio.

Como dice la cultura popular, un prejuicio es como juzgar la calidad de un libro por su portada. Pero la portada no es lo relevante para pronunciarse sobre su calidad, porque lo relevante es el contenido. El prejuicio nos priva de las ventajas de saber más. Es un atajo que tomamos para eludir pensar y valorar.

Como decía William Hazlitt, “el prejuicio es el hijo de la ignorancia”. Es una ignorancia conformista. Uno prejuzga porque no quiere darse el trabajo de aprender y conocer lo nuevo. No solo castiga al prejuzgado, castiga más a quien prejuzga.

En el mundo hay personas buenas y malas. Unas tienen defectos y otras virtudes (la mayoría tiene virtudes y defectos). Hay gente con la que quizás no deseamos tratar y otras con las que deseamos relacionarnos. Pero el prejuicio crea una barrera que nos impide descubrir a los buenos porque nos hace presumir que son malos. Como decía Voltaire, “los prejuicios son la razón de los tontos”. Todavía en nuestro país hay demasiados tontos.

Los prejuicios nos dividen y separan. Segmentan la sociedad. Denigran sin justificación y deciden sin razón. En el caso de las nanas (o las llamadas “empleadas”) contienen además un acto de hipocresía mayúscula. He escuchado con no poca frecuencia frases como “es imposible conseguir una empleada a un precio razonable” o “ahora son unas engreídas y piden cada gollería”. Se quejan de su presencia con el mismo énfasis con el que se quejan de su ausencia.

El tiempo castiga al prejuicioso. A las consecuencias del justificado juicio moral negativo se suman las consecuencias económicas negativas. Quien prejuzga pierde oportunidades. Como bien dice Richard Epstein, quien se guía por el prejuicio se priva de escoger al mejor. Reduce su mundo, y se “autoenclaustra” en paredes limitadas y limitantes. Se hace prisionero de su ignorancia.

Afortunadamente eso está cambiando en el Perú. Desafortunadamente está cambiando demasiado lento. Cada vez el uso del término 'cholo' o 'chola' de manera abiertamente despectiva es menos frecuente. Pero tal uso está aún lejos de desaparecer. Y un país prejuicioso no tendrá la tolerancia necesaria para desarrollarse.

El problema no son los parques llenos de nanas, sino los parques llenos de prejuicios.

*Esta columna fue publicada originallemente en el centro de estudios públicos ElCato.org.

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