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¿Por qué no Nicaragua?
Lun, 22/08/2016 - 08:20

Farid Kahhat

Las buenas noticias que trae el fallido atentado a Times Square
Farid Kahhat

Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional.

¿Cuándo suscita críticas en el Perú el autoritarismo de un gobierno nominalmente de izquierda? En un artículo previo expliqué por qué, en mi opinión, el calificativo de “autoritarismo competitivo” describe en forma adecuada la naturaleza del régimen venezolano. Por ejemplo, existen elecciones en donde el resultado no está definido de antemano (la oposición pudo hacer campaña y obtener mediante el voto popular una mayoría calificada en el Congreso), pero no existe una verdadera división de poderes (V., el Ejecutivo emplea su control sobre el Tribunal Supremo de Justicia y el Consejo Nacional Electoral como medios para negarle a la oposición el ejercicio de esa mayoría parlamentaria, y postergar indefinidamente la convocatoria de un referendo revocatorio). Pero eso es bastante más de lo que se pueda decir, por ejemplo, del régimen chino: una dictadura de partido único, en donde las movilizaciones de oposición en la Plaza de Tiananmén, en 1989, fueron reprimidas con armas de guerra. Y sin embargo, a diferencia de Venezuela, ninguna bancada parlamentaria en el Perú propone comunicados criticando el estatus de los derechos humanos o la naturaleza del régimen político en China. 

Algunas de las razones que explicarían esa diferencia son obvias. A diferencia de Venezuela, China no suscribió un documento como la Carta Democrática Interamericana (CDI), en el que se compromete a respetar las instituciones propias de una democracia representativa. A diferencia del gobierno de Hugo Chávez, el gobierno chino jamás pretendió ejercer injerencia en las elecciones presidenciales en el Perú. Por último, es concebible que el gobierno peruano pueda, en conjunción con sus pares que integran organismos como la OEA o Unasur, ejercer una influencia constructiva en el proceso político venezolano. De otro lado, lo único que el gobierno peruano podría conseguir de un hipotético intento de influir sobre el régimen político de un miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, cuya economía es la segunda en tamaño a nivel mundial, sería perjudicar la relación bilateral con nuestro principal socio comercial.

Pero Nicaragua no es una potencia y, al igual que Venezuela, suscribió la CDI. Se trata de un gobierno que integra el ALBA, se autodefine como socialista y ha recibido de Venezuela préstamos que, por sus condiciones, equivalen a un subsidio que llegó a representar entre 7 y 8% de su PIB. El nicaragüense es además un gobierno que fue acusado por observadores independientes de irregularidades masivas en las elecciones locales de 2008, en el que Ortega buscará en noviembre un cuarto período presidencial de dudosa legalidad, y bajo el cual 28 congresistas de oposición (entre titulares y suplentes) fueron destituidos por la mayoría oficialista.  

¿Por qué esas prácticas no suscitan en nuestro país la misma respuesta? Tal vez la alusión a la “retrógrada política económica” del gobierno venezolano en el comunicado del Congreso peruano contribuya a explicar esa diferencia. Se trata de un calificativo que (al margen de su veracidad) no guarda mayor relación con el tema en cuestión (V., la alteración del orden constitucional en Venezuela), y que, a fin de cuentas, constituye una injerencia en asuntos internos. Se trata además de una política económica totalmente diferente a las de China o Nicaragua. Para constatarlo, basta revisar la profusión de elogios que el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y sectores del empresariado prodigan a la política económica del gobierno nicaragüense.

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