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Ramadi y la Caja de Pandora
Dom, 24/05/2015 - 14:53

Farid Kahhat

Las buenas noticias que trae el fallido atentado a Times Square
Farid Kahhat

Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional.

Según cifras oficiales, las fuerzas armadas iraquíes cuentan con algo más de 200,000 efectivos. En el transcurso de una década recibieron de los Estados Unidos el equivalente a unos US$25.000 millones en adiestramiento y equipo. Cuentan además con el respaldo de la coalición militar liderada por ese país, así como de milicias chiitas forjadas al fragor de una amplia experiencia en combate. ¿Cómo entonces pudieron ser derrotadas en Ramadi por el autodenominado “Estado Islámico”, el cual carece de fuerza aérea y artillería pesada, y contaría a lo sumo con 30.000 combatientes?

Comencemos la respuesta con otras preguntas. ¿Cuáles son los países del Medio Oriente en los que Al Qaeda o el Estado Islámico cuentan con una presencia militar significativa? Iraq, Libia, Siria y Yemen. ¿Qué tienen en común esos países? En todos ellos se libran guerras civiles, lo cual implica que el gobierno central ha perdido control de cuando menos parte de su territorio, así como la lealtad de cuando menos parte de la población. Peor aún, esas guerras civiles o bien se iniciaron como consecuencia de una intervención militar extranjera (V., en Iraq y Libia), o bien propiciaron la intervención militar una vez iniciado el conflicto (V., Siria y Yemen).

En todos los casos, la guerra civil se convirtió en un escenario propicio para que potencias regionales (sobre todo Arabia Saudí e Irán), o globales (en particular los Estados Unidos), dirimieran sus conflictos de interés. Si algo queda claro de la investigación empírica sobre la injerencia extranjera en guerras civiles, es que dicha injerencia hace que el conflicto armado sea más prolongado en el tiempo, y produzca un mayor número de víctimas. Sólo hace falta apelar al sentido común para entender la razón: cuando los contendientes dependen únicamente de los recursos que provee la propia economía para financiar su esfuerzo bélico, eventualmente se llega a un punto en el que una o más de las partes en conflicto tienen problemas para obtener financiamiento (lo cual o bien facilita su derrota, o bien las hace proclives a buscar una solución negociada). Cuando en cambio el financiamiento proviene del exterior, la guerra civil puede destruir la economía del país sin que eso contribuya a poner fin al conflicto. Podría discutirse si el adagio según el cual la política aborrece el vacío es verdadero como principio general, pero sin duda lo es dentro de un país en guerra: a medida que el conflicto armado se prolonga y el Estado pierde control territorial, Al Qaeda o el Estado Islámico pueden desplegar sus efectivos sin que nadie lo impida.  

Más aún, pueden pescar a río revuelto entre grupos étnicos que buscan protección en tiempos de guerra. La lógica que opera suele ser la opuesta a la que parece imperar en el sentido común: no es que rencillas ancestrales entre grupos étnicos provoquen violencia política y, eventualmente, el colapso del Estado. Es más bien la ausencia de un Estado capaz de proteger al conjunto de sus ciudadanos, cuando no abocado a victimizar a una parte de ellos por razón de su etnicidad, lo que lleva a que las víctimas busquen protección entre aquellos que comparten esa etnicidad. En otras palabras, la búsqueda de refugio entre quienes comparten una identidad cultural en la que la pertenencia se define por herencia (es decir, la definición misma de “etnicidad”), no es una conducta natural: suele ser más bien la consecuencia de ser victimizado por pertenecer a un determinado grupo étnico.  A su vez, lo que está detrás de esos ataques entre grupos étnicos no suelen ser meras diferencias culturales, sino conflictos por acceso a poder político y recursos económicos (sobre todo en presencia de industrias extractivas, como minería, petróleo o gas).      

En los casos de Siria e Iraq, el Estado Islámico combate contra gobernantes provenientes del Islam chiita, que han marginado y reprimido a los musulmanes sunníes. El Estado Islámico busca entonces erigirse en el defensor de los musulmanes sunníes. Desde la perspectiva de estos últimos, el Estado Islámico provee algunos bienes públicos (como seguridad y orden, algo particularmente valorado en un país en guerra), y no los victimiza por razón de su identidad religiosa (cosa que si hace con todos los demás grupos religiosos). En cambio el ejército nacional y las milicias irregulares (compuestas en su mayoría por chiitas o alauitas, una variante del Islam chiita), son proclives a victimizarlos por el mero hecho de ser sunníes. En ese contexto, por difícil que parezca, el Estado Islámico termina convirtiéndose en un mal menor. Lo cual a su vez tiene implicaciones militares, dado que el Estado Islámico consigue con ello sustraer a las fuerzas gubernamentales (o a las milicias chiitas), el acceso a los recursos, el refugio y la inteligencia humana que podrían haberles brindado sectores de la población. 

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