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Sí al plebiscito por la paz en Colombia
Jue, 15/09/2016 - 08:06

Fernando Valencia

El interés de los chilenos por la figura de Pablo Escobar
Fernando Valencia

Fernando Valencia es colombiano, sociólogo, especialista en métodos de investigación en Ciencias Sociales, Magister en Sociología y actualmente candidato a doctor en Ciencias Sociales en FLACSO, Argentina. Trabaja como investigador en el área Intelligence de América Economía. Es catedrático de la escuela de Trabajo Social de la Universidad Nacional Andrés Bello (Chile). Fue profesor titular del Departamento de Formación y Desarrollo Humano en la Universidad de San Buenaventura (Cali, Colombia). Sus temas de interés académicos son los estudios sociales de la cultura y la sociología del conocimiento.

"Colombia ha sido a veces un país violento". Así inicia el historiador inglés Malcom Deas (1995) su célebre ensayo "Canjes violentos: reflexiones sobre la violencia política en Colombia", una frase que este domingo 11 de septiembre -perdón por la comparación si resulta muy extravagante, vernácula o vulgar- quedó ratificada con mucha emoción cuando el ciclista colombiano Nairo Quintana, al ser premiado campeón de la vuelta a España, afirmó: "somos un país de paz, de deporte y amor". La sociedad colombiana, entonces, como cualquier país latinoamericano o de este planeta azul, se ha visto enfrentada a duros episodios violentos, pero también a momentos gratos y felices.

A esta altura del partido y frente al plebiscito en el que el próximo 2 de octubre los colombianos dirán SI o NO, como colombiano votaré SI, y expongo aquí algunos porqués sobre la necesidad de este nuevo escenario para la construcción y garantía de una mejor institucionalidad en Colombia, y sobre todo, sin conflicto armado.

El acuerdo es necesario y pronto para salir al paso de una catástrofe, un holocausto que desde décadas afecta a Colombia y a la región latinoamericana. Si Lepera, Gardel y sus guitarristas dijeron y cantaron que 20 años no son nada, 60 años en guerra es mucho. Es que ocho millones de víctimas, millares de muertes y millones de desplazados no dan tregua como para detenerse a pensar si las palabras del presidente Santos son las acertadas en un foro que ofrece una universidad o si se trata de un capricho suyo por alcanzar el premio Nobel; o para dar pie a lo que algunos medios de comunicación colombianos se desgastan pensando: si ocurrirá la "revolución castro chavista".

No me imagino que tantos gobernantes incluyendo al actual presidente norteamericano, primeros ministros y dirigentes de la Comunidad Europea y hasta el mismo Papa -todos avalan el proceso-, quieran que Colombia se convierta en un Estado socialista al peor estilo de aquellos de los tiempos de la extinta Unión Soviética o que anhelen que se instale un régimen como el venezolano o el cubano. No creo que ese sea el interés o que el presidente Maduro junto con Evo, Correa, Dilma, Cristina, y en alianza con Petro y Piedad Córdoba, tengan poderes extraordinarios para manipular el pensamiento de todos estos importantes gobernantes. Eso es una completa caricatura de la prensa que con pocos argumentos intenta desinformar a una sociedad como la colombiana que desde hace tiempo la aqueja un empobrecimiento sistemático de su capital cultural y escolar.

Al acuerdo se le tilda de garantizar la impunidad. Pero yo me pregunto: ¿cuándo Colombia ha dejado de vivir en la impunidad? Uno diría que nunca, contando aisladas excepciones, como aquella vez que unos delincuentes en Bogotá, a través del espantoso delito llamado "paseo millonario", terminaron por matar a un ciudadano norteamericano que resultó ser un agente de la DEA. Al día siguiente toda la banda estaba atrapada, confesa y lista para ser extraditada hacia los Estados Unidos.

Hace poco en una intervención pública en Buenaventura, el ex presidente Uribe, quien lidera la más férrea oposición a los acuerdos de La Habana, se jactaba diciendo que no hubo impunidad en el proceso de desmovilización de grupos paramilitares que él adelantó y lideró durante su gobierno; que esos líderes paramilitares fueron extraditados y pagan ahora condenas en cárceles norteamericanas, como si la lucha contra la impunidad fuera sólo eso. No, dichos presos pagan delitos de narcotráfico, pero las víctimas colombianas que sufrieron de parte de ellos y de sus agentes violaciones, masacres, desplazamiento forzado sobre sus familiares, aún esperan que les respondan, primero, lo más simple: ¿dónde están nuestros muertos? Y seguido, ¿qué van a hacer para reparar el daño gigantesco hecho sobre nuestra familia y toda nuestra descendencia? ¿Cuándo nos devolverán las tierras que nos robaron? 

La impunidad no puede ser, entonces, un asunto simplemente de purga en cárcel de penas. Para estos casos tendría que ser un acto más complejo. En Chile, por ejemplo, muchos dirigentes creen que frente a las violaciones sistemáticas de derechos humanos como homicidios, secuestros y desaparición forzada de presos políticos realizadas por la dictadura encabezada por Augusto Pinochet, se tuvo mejor suerte, pues los grandes jefes responsables de esos crímenes están tras las rejas. Pero no es del todo cierto. El silencio de estos altos militares, amparados por décadas en leyes que protegen esa postura, ha impedido que las víctimas de la barbarie -hijos, nietos y bisnietos- aún no sepan el paradero de sus hijos, hijas, hermanos, esposos, esposas  abuelos, abuelas... La ley ha impedido que estos militares denuncien, al menos, quiénes fueron sus agentes, su red de operación y, lo más importante y no saldado aún, cómo reparar tales atrocidades.

En Colombia esa es la gran tarea: salir de la catástrofe con un acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que permita que desde sus más altas cúpulas hasta sus milicianos mas rasos digan qué fue lo que pasó, dónde están los muertos, quiénes son los directos responsables de las mutilaciones, las desapariciones, las bombas; con cuántas redes nacionales e internacionales han contado; con cuánta corrupción nacional e internacional que ha comprometido al propio Estado colombiano. Ya no bajo un ámbito belicista, sino en un contexto que le permita al Estado colombiano disponer de todas las instituciones -y de paso fortalecerlas- y de todos los mecanismos de seguridad social -hasta de salud mental si es el caso- para comprender la monstruosidad que durante décadas nos ha dejado el conflicto armado.

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