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Sobre la creciente militarización de México
Lun, 12/12/2016 - 09:10

Leo Zuckermann

¿Puede comprarse el voto en México?
Leo Zuckermann

Leo Zuckermann es analista político y académico mexicano. Posee una licenciatura en administración pública en El Colegio de México y una maestría en políticas públicas en la Universidad de Oxford (Inglaterra). Asimismo, cuenta con dos maestrías de la Universidad de Columbia, Nueva York, donde es candidato a doctor en ciencia política. Trabajó para la presidencia de la República en México y en la empresa consultora McKinsey and Company. Fue secretario general del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), donde actualmente es profesor afiliado de la División de Estudios Políticos. Su columna, Juegos de Poder, se publica de lunes a viernes en Excélsior, así como en distintos periódicos de varios estados de México. En radio, es conductor del programa Imagen Electoral que se trasmite en Grupo Imagen. En 2003, recibió el Premio Nacional de Periodismo.

Se están cumpliendo diez años de que el entonces presidente Calderón le declarara la guerra al crimen organizado ordenando al Ejército y Marina combatir a los delincuentes en todo el territorio nacional. Es cierto: no fue la primera ocasión en que los civiles echaron mano de las Fuerzas Armadas para resolver un problema de seguridad pública. Pero nunca habíamos visto una movilización tan extensa en tiempo y espacio en estas tareas, movilización que ha continuado durante el gobierno de Peña.

Calderón supuestamente sacó al Ejército y Marina de sus cuarteles para enfrentar una emergencia que en realidad no existía. En diciembre de 2006, México contaba con la tasa más baja de homicidios por cada cien mil habitantes desde que comenzó a medirse esta variable: 9.85. Todavía bajó a 8.24 en 2017. Calderón declaró la guerra en el momento más pacífico de México desde 1931. Al terminar su sexenio en 2012, la tasa de homicidios se había disparado a 22.5 por cada cien mil habitantes. Pues sí: las guerras producen muertos y la nuestra no ha sido la excepción.

A lo largo de estos diez años, una y otra vez se ha repetido que la intervención de las Fuerzas Armadas era temporal. Su participación se justificaba por la ausencia de policías serias y profesionales que protegieran a la población. Las autoridades civiles —federales, estatales y municipales— firmaron un pacto para mejorar las fuerzas policiacas del país. Diez años después, que no es poco tiempo, algo se ha avanzado, pero, en general, nuestras policías siguen siendo un desastre. No hay ni mando único ni mando mixto ni voluntad por resolver el entuerto. Las organizaciones de la sociedad civil no se cansan de repetirlo.

De esta forma, lo que supuestamente sería temporal se ha convertido en permanente: la presencia de las Fuerzas Armadas en las calles realizando labores de seguridad pública.

Es el fracaso de la autoridad civil de nuestra República.

Los soldados y marinos están ya cansados. Se entiende. Ellos no están capacitados para labores policiacas. A ellos los entrenan para matar en guerras. Por su naturaleza, las fuerzas castrenses no están acostumbradas a respetar los derechos humanos. En este sentido, a lo largo de estos diez años han tenido que violar dichos derechos. En algunos casos los han descubierto, lo cual ha sido embarazoso para las Fuerzas Armadas. La semana pasada, el secretario de la Defensa Nacional reconoció las consecuencias: “nuestros soldados ya le están pensando si le entran a seguir enfrentando a estos grupos (de la delincuencia), con el riesgo de ser procesados por un delito que tenga que ver con derechos humanos o a lo mejor les conviene más que los procesemos por no obedecer, entonces les sale más barato”. La militarización creciente en el país está amenazando una de las reglas más importantes de las instituciones castrenses: la obediencia. Es gravísimo.

El hartazgo militar es evidente. De acuerdo con el general secretario, los militares “no pedimos estar ahí, no nos sentimos a gusto”. Frente a esta situación, Salvador Cienfuegos está demandando, una vez más, que se apruebe una legislación para que ellos sepan “hasta dónde sí, hasta dónde no”. 

“Yo quiero pedir que nos ayuden con esto de la ley de seguridad interior, porque podemos servir mejor con un respaldo jurídico que le permita al soldado hacer las cosas que la propia ley le va a autorizar”. Tiene toda la razón el general secretario. Si la participación de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública va a ser permanente, hay que legislar al respecto. Hacer de jure lo que está sucediendo de facto. Pero esto implicaría renunciar al ideal de una República donde las Fuerzas Armadas están en sus cuarteles velando por la seguridad nacional y las fuerzas civiles, en las calles proveyendo seguridad pública. Como bien dice Catalina Pérez Correa, experta en este tema, el marco jurídico para los militares “no puede simplemente plantear —como hacen las propuestas legislativas hoy en la mesa de Roberto Gil y César Camacho— que se normalice y haga permanente lo que es inconstitucional. Si hemos de vivir en una República civil, la intervención militar debe ser la excepción, no la regla. Cualquier propuesta de regulación del Ejército debe ir orientada a regresarlo a sus cuarteles, responsablemente. Debe además ir acompañada por una ley que regule el uso de la fuerza y establezca mecanismos institucionales para fiscalizarla”. Ése es, precisamente, el gran reto de la creciente militarización del país.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.

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