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Tiempo de responsabilidad en México
Mar, 28/10/2014 - 11:02

Pascal Beltrán del Río

Elección 2012: el qué y el cómo
Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río Martin es periodista mexicano, ha ganado dos veces el Premio Nacional de Periodismo de México en la categoría de entrevista, en las ediciones 2003 y 2007. En 1986 ingresó en la entonces Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde se licenció en Periodismo y Comunicación Colectiva. De 1988 a 2003 trabajó en la revista Proceso; durante este tiempo publicó el libro Michoacán, ni un paso atrás (1993) y fue corresponsal en la ciudad de Washington, D.C. (1994-99), además de Subdirector de Información (2001-2003). Fue dos veces enviado especial en Asia Central y Medio Oriente, donde cubrió las repercusiones de los atentados terroristas de septiembre de 2001 y la invasión de Irak.

Es difícil no ver que el país atraviesa un momento difícil, de grandes tensiones sociales.

Caminamos en medio de una llanura de pasto seco que ha comenzado a incendiarse.

Al otro lado de ella existe un futuro que puede ser promisorio, pero al que no arribaremos sin resolver los problemas en los que nos hemos metido.

Llegamos aquí porque renunciamos a construir un país regido por leyes claras que todo mundo acate. En cambio hemos hecho uno de reglas abigarradas que nadie se siente obligado a cumplir.

Hay quienes apuestan a salir de nuestros pesares incendiando el resto de la llanura.

Han aprovechado el secuestro de 43 estudiantes, que es un síntoma terrible de la ausencia de Estado de derecho, para llamar a la confrontación.

Me sorprendió que en esa irresponsabilidad cayera un hombre por el que he sentido mucho respeto: el padre Alejandro Solalinde.

En buena medida, la tragedia de los migrantes no se conocería si no fuera por él. Pero el trabajo público de Solalinde había tenido que ver, sobre todo, con la solidaridad, el diálogo y la compasión, no con instigar el odio.

No entendí por qué hacer pública una versión de que los normalistas desaparecidos estaban en realidad muertos, pues habían sido conducidos a una fosa donde los habían quemado vivos.

Si una fuente confiable le proveyó esa información tenía que haber ido directamente a la autoridad, sin darla a conocer a nadie más.

Olvidó el sacerdote que, más allá de sus posturas políticas, los normalistas no son piezas de un alzamiento revolucionario. Son, ante todo, personas cuyas familias los buscan desesperadamente.

Muchos desbocados dieron crédito inmediato a las palabras de Solalinde. Las dieron por buenas sin necesidad de comprobación. A ellos, como a él, no les importó el efecto que pudieran tener.

El jueves por la noche, en Titulares de Excélsior Televisión, entrevisté a Israel Jacinto Galindo, el padre de uno de los normalistas desaparecidos. Tuvo palabras altisonantes para Solalinde.

Por eso no me extrañó lo que sucedió el domingo en Ayotzinapa, donde los familiares impidieron que el sacerdote diera misa; le exigieron que si sabía dónde estaban los cuerpos de los muchachos, los llevara, y terminaron corriéndolo.

No se puede ser tan irresponsable. A finales de los años 60 y principios de los 70, un grupo de religiosos aceleró a varios estudiantes y los lanzó en el camino de la guerrilla urbana. Ya sabemos cómo terminó esa historia: los jóvenes detenidos, muertos o desaparecidos, el saldo de la guerra sucia.

De otros, no me asombra tanto. Llevan años azuzando la rebelión. Como si en algún país la violencia social hubiera conducido, por sí misma, a algo constructivo para sus ciudadanos.

Sin duda, las causas de la violencia criminal y la desigualdad económica son estructurales, pero la forma de enfrentarlas surge de decisiones individuales.

El domingo, en estas páginas, leí una historia narrada por mi compañera Lilian Hernández.

En medio del azote del huracán Odile, en Los Cabos, Baja California Sur, tres médicos del IMSS lograron salvarle la vida a una mujer y a su bebé, operando a aquélla sin energía eléctrica, alumbrándose sólo con el resplandor de sus celulares.

Uno de los médicos, Alejandro González Vega, le dijo a Excélsior que él sólo había cumplido con su obligación, que era atender a una persona que estaba entre la vida y la muerte por un fuerte sangrado.

El relato me hizo recordar la novela La Peste, de Albert Camus, en la que queda claro que si bien los seres humanos -en este caso los médicos- no tienen control sobre nada, cuando se enfrentan a las peores circunstancias, son capaces de hacer “más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

La plaga criminal y el abuso político que nos golpean no son precisamente una enfermedad de origen natural sino algo que -cada quien en su medida- nos hemos dado a nosotros mismos.

Sin embargo, nada podremos contra ellos recurriendo a la victimización, el señalamiento de culpables y la flagelación. Menos aún, atizando el fuego que amenza con quemarnos.

Es tiempo de responsabilidad. La de todos, pero, en específico, del líder del país. Y la responsabilidad del líder comienza por definir la realidad.

México necesita escuchar de boca del presidente Enrique Peña Nieto qué es lo que le está pasando. Por qué estamos en este abismo de violencia. Por qué, donde quiera que se rasque la tierra, se abre una fosa de víctimas anónimas.

Las cosas no pueden seguir igual. No podemos apostar a que la inversión extranjera —que la necesitamos, ni duda cabe— va a venir a resolver todos nuestros problemas, ni que saldremos de ellos montados en un tren de alta velocidad.

Entre otras cosas, no podemos seguir poniendo tanto dinero público, sin control, en manos de políticos inescrupulosos, con el pretexto de defender un federalismo que de poco nos sirve.

Ni podemos seguir colocando tanta fe —muchas veces, por el desgano de participar en la arena pública, aceptémoslo— en personajes que claramente no saben ni les interesa hacer las cosas.

Son tiempos de responsabilidad y tiempos de prueba. Y en tiempos así, cuando no queda remedio, hay que sacar el celular y alumbrar el camino.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.

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