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El tríptico incómodo de Tony Judt
Mar, 12/08/2014 - 11:52

Leonardo Valencia

Ecuador: la cultura como vergüenza ajena
Leonardo Valencia

Leonardo Valencia es escritor ecuatoriano. Ha publicado libros de cuentos y novelas. Con el crítico Wilfrido Corral publicó la antología Cuentistas hispanoamericanos de entresiglo (McGraw Hill, 2005). Fue seleccionado para el Hay Festival de Bogotá 39 como uno de los 39 autores más destacados de la actual literatura latinoamericana. Es columnista de diario El Universo (Ecuador) y dirige en Barcelona el Laboratorio de Escritura.

El peso de la responsabilidad es el libro más feliz de Tony Judt. Este historiador inglés de origen judío, fallecido en 2010, fue crítico del estado de Israel. Tenía algo más que conocimiento de causa: desde su natal Inglaterra se trasladó a un kibutz y participó en la Guerra de los Seis Días. Esa experiencia concluyó con su filiación sionista. Aplicó lo que terminará valorando en este libro en torno a tres figuras decisivas sobre la responsabilidad intelectual: León Blum, Albert Camus y Raymond Aron. Así como Judt se distanció del sionismo pagando un precio alto frente a su propia comunidad de origen, los tres autores que estudia no tuvieron nada fácil la relación con su tiempo. No es una excentricidad que se fije en ellos: la separación entre izquierda y derecha viene de la Revolución Francesa. Judt analiza la herencia de quien discrepa de esos opuestos y los descoloca.

Originalmente publicado en 1998, el libro recién ha sido traducido al español. Está ubicado entre sus dos mayores libros, Pasado imperfecto (1992), un estudio nada complaciente sobre la irresponsabilidad intelectual francesa luego de la Liberación; y Postguerra (2005), su voluminoso e imprescindible estudio sobre las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Digo que es el libro más feliz de Judt porque no tiene la despiadada evaluación del fanatismo de los intelectuales franceses, representados por Sartre, que defendieron y siguieron defendiendo el comunismo y las consignas del Partido a pesar de las noticias del horror totalitario señalado desde David Rousset y Gide hasta el concluyente Solzhenitsyn de El archipiélago Gulag. El concepto de Pasado imperfecto es el “compromiso”. El de su siguiente libro es una contraparte positiva cifrada en su título: ya no el compromiso como ceguera, sino la “responsabilidad” como clarividencia. La investigación de Judt se resuelve en lo decisivo del alcance semántico de ambos conceptos, advirtiendo la imposible sinonimia. Lo hace visible a partir de tres figuras que supieron defender la sospecha de que el mundo no puede simplificarse en antagonismo ideológico o cifras, es decir, defiende la intuición de que la vida no se reduce a argumentos racionales y mucho menos a consignas de partido. Blum, político, corresponde al mundo previo de la Segunda Guerra Mundial; Camus, novelista, al meollo mismo de la guerra, y Aron, filósofo, será el único que sobrevivirá hasta la década de 1980. Pero Blum, además de político era un ensayista, publicaba crítica musical y de libros –Judt remarca la admiración por Stendhal–, mientras que Camus, además de novelista y dramaturgo, también entraba en los debates filosóficos de su tiempo, y Aron, filósofo de formación, no dejó de tener un contacto cotidiano con la realidad a través de sus artículos en prensa.

Mientras Camus está al alcance de la mano por su condición de clásico ineludible del siglo XX, puede ser más revelador lo que señala Judt sobre Raymond Aron, este sí un pensador con las credenciales de la academia francesa, y de un marxismo que conocía muy bien y que, precisamente por eso, contó con los argumentos para criticarlo en su versión totalitaria y estalinista. Aron no resultó simpático en la posguerra francesa donde la gran mayoría de intelectuales pretendió difuminar, con un “hipercompromiso”, su silencio o colaboración con los nazis en el gobierno de Vichy, basta revisar su libro El opio de los intelectuales o sus Memorias. Lo que menos le interesaba a Aron era contemporizar, incluso con sus afines, a quienes siempre exigía más rigor. Judt insiste en que la incomprensión le dolía sobre todo a Camus, probablemente quien más la sufrió por no cumplir los requisitos parisinos de centralidad, al venir de la Argelia francesa, no haber estudiado en la academia francesa, y haberse atrevido a criticar a fondo las posturas unánimes comandadas por Sartre, pero sobre todo porque su pensamiento era situacional al ser novelista: duda por principio de una sola voz o discurso. Quizá con Camus se percibe la afinidad evidente de Judt y se pierde una entrada más minuciosa en el alcance de sus últimas obras literarias como El exilio y el reino, La caída o El primer hombre. Pero la identificación es provechosa porque permite entender al mismo Judt, en el sentido de que no se puede pasar por alto el costo emocional de la defensa pública de las propias sospechas, que se suelen acallar por miedo a ser impopular. Lo popular son las convicciones y el intelectual no está destinado a la complacencia. Aquí entra la precisión de Judt al matizar el específico término francés para un tipo de intelectual, el “moralista”, una autoridad capaz de hacer sentir incómodos a quienes están en el poder, debido a la incoherencia de estos. Judt lo amplía: el moralista también debe sentirse intranquilo. Esto lo separa del moralismo ramplón que cunde por cualquier sitio y está cómodamente en casa. Los críticos de la moral pública, los verdaderos intelectuales, nunca están en casa en ningún sitio: ni entre los del partido dominante, ni entre los tecnócratas o profesionales que desarmarían instrumentalmente las sospechas, ni entre el público que se adormece en el vaivén manipulable del consenso mayoritario.

La elección de Judt de estas tres figuras tiene la gracia de la precisión. La encrucijada es la Posguerra, que se convierte en el panel central del tríptico, solo que en ese panel no hay centro sino un aparente vacío: la guerra ya pasó y el terreno es inestable, o frío, por recurrir a la terminología de la época. Es aquí donde la mirada de Judt revela lo fundamental: no hay que observar solamente al acontecimiento heroico y visible, la acción pura, sino también su larga resonancia, la estela que puede no tener el sentido trágico de la aventura y donde domina la sensación de que se ha perdido un centro o un acontecimiento central, de que ya no se es protagonista sino testigo o escucha, o allegado, como decía Paul Ricoeur. Allí también opera toda la dimensión del ser humano, incluida la duda. A pesar de encontrarse en el más remoto y pequeño margen, Judt revela que esto no exime de la responsabilidad.

*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.

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