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La eterna lucha de México
Lun, 02/08/2010 - 11:02

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

La historia del México independiente, decía Edmundo O’gorman, es la lucha permanente entre la tradición y la modernidad.

Cada época ha tenido sus manifestaciones específicas: en el siglo XIX los temas eran federalismo vs. centralismo y república vs. imperio; en el siglo XX los temas incluyeron cercanía vs. distancia, respecto a EUA, y centralismo vs. descentralización. En 2006 los ciudadanos fuimos testigos del desencuentro entre las dos tradiciones en una confrontación electoral que resumió los mismos temas de siempre en nuevas formas: función del gobierno en el desarrollo, TLC, gasto y deuda. Los temas cambian, pero la contraposición persiste.

Hoy el contraste se puede apreciar en todos los ámbitos: reelección, partidos políticos y la relación entre el poder Ejecutivo y el Legislativo. Lo mismo es cierto en el debate en materia de política exterior, sobre si enfatizar la relación con el norte o con el sur; profundizar o reducir la vinculación económica con Norteamérica, y en el manejo de los impuestos. Como insistía repetidamente Octavio Paz, el tema que subyace a todo es si ver hacia adelante y hacia afuera, o hacia el pasado y hacia dentro.

La sociedad mexicana está dividida: una parte ve con añoranza los logros de otros, otra se refugia en un pasado que conoce. Las crisis de las décadas pasadas y la descomposición que aqueja a la sociedad y a la política contribuyen a la sensación de muchos en el sentido de que todo lo nuevo es malo. Otros, en sentido contrario, afirman que es necesario romper con las ataduras para acelerar el paso, y darle una salida y viabilidad a todas esas expectativas tantas veces hechas pedazos.

¿Qué será mejor? Los defensores de la tradición hacen una argumentación plausible y razonable: la población, nos dicen, no quiere más impuestos, rechaza la reelección e, independientemente de que no los respete mucho, se considera satisfecha de la forma en que votan los legisladores al rechazar cualquier cambio. Al mismo tiempo, mantener el statu quo implica preservar la pobreza y las enormes desigualdades que nos caracterizan.

Por su parte, los defensores de la modernidad observan a muchos mexicanos migrar hacia EUA en busca de una mejor vida, estudian las motivaciones del ciudadano común y corriente y proponen medios para transformar la vida de la población. El problema es que el avance de las medidas que proponen implicaría, incluso si son exitosas, difíciles y costosos ajustes en la vida cotidiana.

La gran pregunta es cómo conciliar posturas tan encontradas. En lugar de una suma de posturas, la historia de cambios, desde el choque entre liberales y conservadores hace 150 años, hasta la contraposición partidista actual, ha sido una lucha de imposiciones. En el desarrollo del país no ha habido el equivalente de un sincretismo que permita sumar, apaciguar y conciliar. ¿Será posible lograr una gran sumatoria, de hecho, una reconciliación?

De que la población tiene un gran apego a la tradición nadie puede dudar. Lo que no es obvio es si ese apego es producto de un deseo de permanecer inerte o si, más bien, constituye una respuesta al miedo a cambiar y, en particular, a los traumas que nuestra historia -guerras, revoluciones, crisis financieras- han dejado a su paso.

Una revisión histórica sugiere que el obstáculo reside en el miedo a repetir cambios malogrados y no las costumbres arraigadas. Además, no es posible ignorar el hecho tangible de que toda clase de intereses se esconden detrás del pasado como excusa para no cambiar y mantener su propia legitimidad. Usted, lector o lectora, escoja el uso y costumbre, sindicato o poder fáctico favorito como ejemplo.

En una era del mundo en que la televisión ha hecho ubicuas las comodidades y lujos de la vida cotidiana, el mexicano tendría que ser el único ser terrenal que rechaza una vida mejor como propósito. Por suerte tenemos prueba irrefutable de esta realidad en la evidencia que arrojan millones y millones de migrantes -muchos de ellos originarios de los pueblos más pobres y más sometidos, como los oaxaqueños- que salen del país para intentar satisfacer no sólo las necesidades más inmediatas, sino sus expectativas.

Parece claro que el conservadurismo del mexicano es producto más de su experiencia que de sus anhelos: malas reformas y crisis que se convierten en un subconsciente colectivo que rechaza cualquier cambio, no porque el cambio sea necesariamente malo, sino porque muchos cambios han sido muy costosos y los que los llevan a la práctica peores. ¿Por qué había de confiar un ciudadano común y corriente en cambios que promueven quienes llevan décadas depredando del statu quo?

Suponer que el mexicano se apega a la tradición y al pasado porque esa es su naturaleza, entraña una profunda arrogancia, el desprecio de quien asume que la población es una masa inerte y no gente inteligente capaz de discernir por cuenta propia. Toda la evidencia muestra lo contrario: el mexicano trabaja duro, frecuentemente contra la corriente. Desde luego que hay muchas tradiciones que representan una historia y una forma de ser y su preservación, como en tantas otras sociedades con un pasado grandioso, debe ser parte integral de cualquier proyecto modernizador.

Quizá la mayor falla de nuestro sistema político ha sido su incapacidad para sumar no sólo a grupos políticos, sino a la sociedad en su conjunto. La estabilidad que se logró en el siglo pasado fue producto de una gran capacidad de acción política, pero también de una era del mundo más simple y controlable (donde la dimensión internacional era irrisoria) y, no menos importante, de una disposición del gobierno a someter, por cualquier medio, a cualquier oposición.

El futuro ya no puede ser así: habrá que desarrollar una capacidad de gobierno para la realidad política de hoy, muy distinta a la del pasado. Y esa capacidad tendrá que responder en igual medida a la creciente obstrucción que representan grupos de interés particular, así como personas, entidades e instituciones, cuyos objetivos o lógica es la de avergonzar a los gobernantes, transparentar procesos, imponer su agenda o activar poblaciones diversas.

En el fondo, la lucha entre tradición y modernidad refleja la ausencia permanente de certidumbre. Así como las guerras civiles del siglo XIX llevaron a la población a atrincherarse, las crisis de las últimas décadas fomentaron un rechazo absoluto a cualquier cambio. Lo que la gente quiere es certidumbre y claridad de rumbo; una población que cuenta con ambos, siempre apostará por el futuro. Nuestro problema no es de tradición, sino de ausencia de liderazgo y de la certidumbre que éste tendría que aportar.

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