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Nacionalismo e izquierda
Jue, 22/07/2010 - 12:58

Farid Kahhat

Las buenas noticias que trae el fallido atentado a Times Square
Farid Kahhat

Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional.

Si algo tenían en común los socialistas, comunistas y liberales del siglo XIX era su fe en el progreso humano, a través del ejercicio de la razón. Desde esa perspectiva, el cosmopolitismo era el futuro inevitable de la humanidad: tarde o temprano las personas habrían de comprender que aquello que nos une como seres humanos trasciende las barreras sociales que hemos construido entre nosotros.

Por ello, tanto para Karl Marx como para John Stuart Mill el nacionalismo constituía un atavismo tribal que algún día habría de ocupar el lugar que le corresponde en un anticuario de pasiones inútiles. Por eso la Unión Soviética, heredera de un imperio ruso antisemita y chovinista, podía tener entre sus líderes a un judío como Trotsky y a un georgiano como Stalin. A su vez Yugoslavia, un país hasta entonces dominado por los serbios, tuvo al mando tras la Segunda Guerra Mundial a un croata como Tito.

Pero también es cierto que hubo ocasiones en que, confrontados con el fervor nacionalista, socialistas y comunistas recularon en toda la línea. Los socialistas europeos, por ejemplo, tuvieron que tragarse su proclama de declarar la “Guerra a la Guerra” cuando estalló la Primera Guerra Mundial, y se auparon al furgón de cola de la marea nacionalista que embriagaba a sus conciudadanos.

Stalin, por su parte, persuadido por los carnés partidarios que se apilaban en las esquinas de Moscú, de que los militantes no estaban dispuestos a morir en defensa del comunismo, convirtió la participación soviética en la Segunda Guerra Mundial en la “Gran Guerra Patria” (rusa, antes que soviética).

Aún entonces, sin embargo, tanto socialistas como comunistas creían que se trataba de una concesión táctica, mientras seguían ondeando las banderas de la solidaridad internacional entre los trabajadores del mundo entero. Después de todo, la debacle del capitalismo producto de sus contradicciones internas y, como corolario, la victoria final del socialismo, eran consideradas una necesidad histórica.

Lamentablemente para ellos la historia no transcurrió como le estaba prescrito, y uno de los componentes medulares de lo que hoy en día denominamos “globalización” es precisamente la universalización del capitalismo. Es recién entonces cuando algunos socialistas y comunistas buscan fortificar las fronteras nacionales, como el último refugio contra la expansión del capitalismo transnacional. Y es allí donde se encuentran con el viejo populismo latinoamericano que, desde Lázaro Cárdenas hasta Hugo Chávez, pasando por Juan Velasco Alvarado, enarboló desde siempre una prédica nacionalista.

Salvo que, para ese populismo, el nacionalismo fue, entre otras cosas, un instrumento para excluir del proceso político a quienes expresasen dudas sobre el proyecto de refundación nacional trazado por un liderazgo providencial. En otras palabras, las críticas al régimen populista no eran percibidas como el producto de una legítima diferencia de opiniones, sino como la prueba de una conspiración urdida por un puñado de facinerosos contra los intereses de la nación (incluyéndose ocasionalmente entre estos últimos a socialistas y comunistas).

Hasta aquí hemos hablado de las distintas vertientes de la vieja izquierda. Una vertiente novedosa dentro de la izquierda latinoamericana es aquella asociada a identidades indígenas. A diferencia del indigenismo de la primera mitad del siglo XX, no estamos ante un movimiento intelectual compuesto en lo esencial por mestizos y criollos de extracción urbana, sino ante un movimiento social, esencialmente plebeyo y de base rural, que tiende puentes hacia los inmigrantes urbanos.

La relación de esta vertiente de la izquierda con el nacionalismo, a diferencia del viejo populismo, pero a similitud de socialistas y comunistas, es francamente ambigua. Es difícil olvidar que el nacionalismo en América Latina fue en su origen un movimiento criollo relativamente elitista, que pretendió construir la nación en base a la asimilación de los indios a la cultura oficial, y que jamás les concedió una verdadera ciudadanía.

Es por ello que organizaciones como la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), promovieron una reforma constitucional en la que la pertenencia a la nación se definía en lo esencial por un criterio cívico: Vg., es ecuatoriano todo aquel que posee la ciudadanía del país, y todos los ciudadanos deben ser iguales en derechos y deberes ante la ley, con prescindencia de su cultura (lo cual, por cierto, podría ser suscrito por cualquier liberal).

Pero además, desde esa perspectiva, la diversidad cultural es un activo antes que un problema, y el reconocimiento de derechos sociales una condición para que la igualdad legal no sea una mera formalidad (lo cual no pocos liberales tendrían problemas en suscribir).

Existen, sin embargo, quienes, como el Movimiento Indígena Pachacuti, de Felipe Quispe, en Bolivia, sólo buscan que, parafraseando una vieja canción testimonial, la tortilla se vuelva, ya que buscan convertir la identidad indígena en la fuente de un nacionalismo étnico tan excluyente como el viejo nacionalismo criollo.

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