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Los niños colombianos estudian en una cancha desigual
Domingo, Junio 29, 2014 - 18:30

Los investigadores de Dejusticia explicaron que la mayoría de los niños pobres de Colombia están condenados a recibir una educación muy regular que los lleva a tener rendimientos académicos inferiores a los de quienes crecen con privilegios.

Según cuatro investigadores del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia), la oportunidad que el sistema de educación colombiano le da a un niño para desarrollarse como persona podría representarse en un partido de fútbol. Lo que pasa es que en este juego la cancha tiene una particularidad: el terreno está inclinado para favorecer a uno de los dos equipos que compiten y ese desbalance, desafortunadamente, lo determinan condiciones que ningún muchacho controla.

De un lado están los once jugadores que crecieron en familias de clase media y alta, estudiantes de colegios privados y costosos, con padres educados. Del otro corren once hijos de papás pobres y familias numerosas, algunos campesinos, estudiantes de instituciones públicas. Jugadores a quienes les queda mucho más difícil anotar un gol, pues no sólo tienen que superar a los rivales sino que deben hacer un esfuerzo extraordinario parar correr hacia arriba y anotar.

Partiendo de la metáfora del campo inclinado, utilizada por el economista John Roemer en 1998, los investigadores de Dejusticia Mauricio García, Jose Rafael Espinosa, Juan David Parra y Felipe Jiménez explicaron cómo, lastimosamente, la mayoría de niños pobres de Colombia están condenados a recibir una educación muy regular que los lleva a tener rendimientos académicos inferiores a los de quienes crecen con privilegios.

Esta desigualdad a la que se enfrentan en la escuela inevitablemente determina su futuro. A muchos les cierra puertas para acceder a la universidad, les roba la posibilidad de ser profesionales, de salir del pueblo, de ganar el sueldo que desearían.

Los expertos analizaron los puntajes obtenidos en años recientes en las pruebas Saber (antes Icfes), aplicadas a todos los bachilleres del país, y compararon qué tan diferentes eran los resultados dependiendo de las clases sociales a las que pertenecían.

De allí, utilizando variables como el nivel de escolaridad de los padres y sus salarios, el lugar de residencia, el número de hermanos de los estudiantes y el tipo de colegio al que asistían, sacaron conclusiones que compilaron en el libro Separados y desiguales, que acaba de publicar la editorial Dejusticia y que puede consultarse en internet.

Encontraron que, aunque Colombia es un país donde las tasas de cobertura se acercan al 100%, detrás de esa cifra se esconde la desigualdad: “No hemos superado aquel rasgo de la sociedad colonial en que la suerte de las personas estaba echada según el origen y la clase social (español, criollo o indígena) que tuvieran las personas”.

Partiendo de que el puntaje promedio a nivel nacional que obtuvieron los bachilleres en las pruebas Saber fue 46,37 sobre 100, encontraron que, sistemáticamente, a los estudiantes de las familias ricas les va mejor que a los de las pobres.

Si un niño nace en el campo tiene peor desempeño que si crece en la ciudad. Según las estadísticas, su promedio está en 43,30 puntos, al lado de los 47,19 del promedio urbano. Esta situación se repite una y otra vez si se comparan los resultados de los bachilleres de municipios donde las necesidades básicas insatisfechas son mayores y los que tienen estas necesidades garantizadas, o si se ponen en la balanza los puntajes de los hijos de una familia que vive con un salario mínimo y una que vive con más de diez salarios.

Revisando las pruebas de 2011 queda en evidencia cómo un joven que vive en una familia con un salario mínimo obtiene 43 puntos en promedio, mientras un estudiante con padres que ganan más de diez salarios saca 60 puntos .

Pero no sólo estos factores desestabilizan la cancha de fútbol. Es innegable que los hijos de personas que han recibido educación universitaria serán mejores estudiantes. El análisis revela cómo el 34% de los individuos de estrato 6 tienen padres con posgrados y el 48% papás con educación profesional, mientras en el estrato 1 estos datos representan el 0,2% y el 4,11%.

Además, las familias pobres tienden a criar más niños y esto termina impidiendo que todos vayan a la escuela. “Uno de cada tres estudiantes de estrato 1 vive con seis personas o más, así que sus padres optarán por enviarlos a estudiar a instituciones gratuitas o muy baratas (que son las que tienen peor desempeño)”, dice el informe, e indica que en los hogares numerosos de Colombia los padres tienden a escoger un solo hijo para que asista a la escuela, “en tanto les resulta costoso invertir en la educación de todos”.

“El sistema de educación colombiano está violando la igualdad”, dice el documento. “Nuestro sistema político ha incumplido la promesa de crear una sociedad compuesta por ciudadanos que tengan oportunidades similares en la vida”, concluye.

Más que excluyente. Para los investigadores de Dejusticia, los resultados de este estudio revelan una condición penosa, pero invisibilizada. Afirman que es posible hablar de una especie de “apartheid educativo” en Colombia.

En Estados Unidos se defendieron por años políticas discriminatorias que declaraban constitucionales conductas de segregación racial —como ubicar lavamanos para personas negras en sitios distintos de los lavatorios de los blancos—, y “lo que ocurre con la educación en Colombia no es muy distante a aquella política estadounidense que defendía el principio de ‘somos iguales, pero nos mantenemos separados’”.

De acuerdo con los expertos, la situación de Colombia podría ser aún más dramática pues, aunque es cierto que no se trata de una política deliberada, maquinada por el Gobierno o por las élites y con el objetivo definido de discriminar a una población, como ocurría en los Estados Unidos, el hecho de que exista una provisión desigual y separada de educación según la clase social entraña una enorme responsabilidad por parte del Estado y de las élites gobernantes, pues “ha sido una discriminación injusta, perversa si se quiere, pero casi invisible, silenciosa”, insisten.

Autores

ELESPECTADOR.COM