Pasar al contenido principal

ES / EN

Corrupción y diseño institucional en Brasil
Mar, 12/04/2016 - 09:08

Farid Kahhat

Las buenas noticias que trae el fallido atentado a Times Square
Farid Kahhat

Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional.

Hubo un tiempo en que los gobiernos estatales del Partido de los Trabajadores (PT), se caracterizaban por padecer niveles de corrupción inferiores a la media. En retrospectiva podemos comprobar que ello no se debía a la moral intachable de sus militantes, sino probablemente a mecanismos institucionales como los “Presupuestos Participativos”, que permitían a organizaciones sociales ejercer algún nivel de fiscalización sobre las cuentas de los estados federados.

Hoy en día a nivel nacional esa labor contralora la ejerce un poder judicial que preserva su independencia del poder político. Aunque no siempre esté exento de una agenda política propia. Por ejemplo, el juez Sergio Moro tuvo que disculparse ante el Supremo Tribunal Federal (STF), por interceptar y divulgar una conversación de la presidenta Rousseff (prerrogativa que solo corresponde al STF). Por su parte el primer juez que emitió un fallo en contra de la posibilidad de que el ex presidente “Lula” Da Silva asuma un cargo ministerial (Itagiba Catta Preta Neto), publicó en su cuenta en Facebook una foto suya participando en las marchas en favor del Juicio Político contra la presidenta Rousseff. Y el juez supremo Gilmar Mendes (quien emitiera un fallo similar), brinda declaraciones que, más allá de su veracidad, son de un innegable carácter político (por ejemplo, al acusar al PT de haber instaurado una “cleptocracia” en Brasil). 

Cuando menos sin embargo puede afirmarse que el poder judicial cumple con su función contralora respecto a los otros poderes del Estado. Porque el Congreso tendió más bien a coludirse con el ejecutivo, antes que a fiscalizarlo. Por ejemplo, el primer gran escándalo de corrupción bajo gobiernos del PT se conoce como “Mensalao”, por alusión a los sobornos que recibían diversos congresistas a cambio de votar en favor de las iniciativas del ejecutivo. Aunque no imposible, hablamos de una práctica altamente improbable bajo un sistema parlamentario, en el cual tener el respaldo de una mayoría parlamentaria (o, cuando menos, no tener una mayoría en contra), es condición necesaria para formar gobierno.

Aquel fue conocido como el “Juicio del Siglo”, hasta que las dimensiones monumentales de la corrupción en torno al caso Petrobras hicieron que palidezca por comparación. En ambos casos, sin embargo, el escándalo tuvo un componente de empleo de fondos para financiar campañas electorales. En ocasiones se trataba de fondos públicos, y en otras de fondos privados concedidos a cambio de los favores prestados (¿o alguien cree que empresas privadas transnacionales donaban recursos a un partido de izquierda por convicción ideológica?). La moraleja aquí es que aunque resulte comprensible la animadversión que genera el empleo de fondos públicos para gastos de campaña, cuando la regulación del acceso a fondos privados es deficiente, la alternativa puede ser bastante peor. 

El juicio político que se cierne contra la presidenta Dilma Rousseff revela otro problema de diseño institucional. Rousseff insiste en que no cometió delito alguno que justifique su destitución, y podría tener razón: bajo un sistema presidencial no se puede destituir al jefe de gobierno simplemente porque, a juicio de la mayoría del Congreso, no realiza una buena gestión. Cosa que sí se puede hacer bajo un sistema parlamentario.

Pero además bajo un sistema parlamentario los congresistas tienden a ser prudentes cuando se trata de contemplar la remoción del jefe de gobierno, porque este puede arrastrarlos consigo en su caída (V., disolviendo antes el Congreso para convocar a elecciones anticipadas). La mayor injusticia en una eventual destitución de la presidenta Rousseff es que fungiría como juez y verdugo un Congreso en el cual la mayoría de sus integrantes están bajo acusación o investigación judicial. Por ejemplo, al mayor adalid del juicio político contra Rousseff (el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha), se le descubrieron cuentas en el exterior cuya existencia había negado en forma rotunda. Esas cuentas contienen un monto de dinero equivalente al que, según una acusación fiscal, habría recibido como soborno en el escándalo de Petrobras. Ahora además su nombre figura entre los presuntos beneficiarios de las operaciones offshore descubiertas en Panamá. Pero mientras Rousseff podría dejar la presidencia en Mayo próximo de prosperar el juicio político en su contra, congresistas como Cunha podrían permanecer en el cargo hasta las elecciones generales de 2018. 

Nada de lo dicho niega que el PT se haya granjeado a pulso su actual descrédito. Pero sí implica que las motivaciones de buena parte de quienes desean poner fin a su gobierno, distan de ser ejemplares. Personajes como Eduardo Cunha, por ejemplo, buscarían ofrendar a Rousseff como chivo expiatorio de sus propios pecados. 

Autores