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EE.UU., un país que se diluye
Mar, 19/07/2016 - 09:33

Ines Pohl

Las poderosas lágrimas de Obama
Ines Pohl

Ines Pohl es corresponsal de DW en Washington.

Parece que Estados Unidos se ha convertido, de manera funesta, en un heraldo. Es la prueba de la rapidez con la que las sociedades democráticas pueden descarrilarse en un mundo en el que la fuerza centrífuga de la globalización desgarra los sistemas políticos conocidos. Un mundo en el que la gente busca abrigo en el nacionalismo y ante tanta excitación en en el mundo digital, no encuentra paz. No se realizan análisis, como sería necesario. En cambio, se busca culpables con rapidez, conocidos como cabezas de turco. El mundo se divide entre “bueno y malo” y “nosotros y ellos”.

Debido a que la realidad se ha vuelto tan agotadora; a que ya no hay respuestas simples, y a que un análisis sincero siempre llegará a la conclusión de que el mundo rico debe compartir, porque el mundo pobre no está dispuesto a limitarse a mirar pacíficamente, sucede lo que sucede.

Por eso, en Estados Unidos -un país receptor de inmigrantes- aumenta la agresión entre las diversas culturas, las religiones y los colores de piel. Por eso y diariamente se mata a tiros a personas en plena calle, se dispara a escolares y se asesina a policías. Las laxas leyes de armas tienen, con toda seguridad, algo que ver. Y es verdad que el racismo, que muchos creían superado, juega un papel muy relevante. Todavía.

Sin lenguaje creíble. Definitivamente, el problema tiene otra dimensión. El orden usual de este país corre el peligro de desaparecer. La gente ya no está dispuesta a aceptar las consecuencias del nuevo orden mundial. Los políticos no encuentran un lenguaje creíble para aportar soluciones, junto con las instituciones, los sindicatos, los policías y los funcionarios del Estado, a la sociedad civil.

Escenario para representaciones. Quien viaja por Estados Unidos, en 2016, se topa con un país que huye de la realidad. Esta imagen concuerda con un hombre que quiere convertirse en el próximo presidente de Estados Unidos y quien ha tenido mucho éxito en shows de telerrealidad.

La gente se refugia en los mundos virtuales, se ponen en escena para las fotos en Snapchat, Facebook, Instagram y otras redes sociales. Quien viaje por este país, puede observar cómo bebés de un año muestran su cara más fotogénica ante las cámaras, y los jóvenes, los sábados en los bares, no hablan entre ellos, sino que posan juntos para las fotos que se muestran enseguida en la red.

La realidad degenera en la escenificación de una vida que, con frecuencia, no concuerda con la realidad. Hay estudios que demuestran que, para muchos, comer en un restaurante, pasear por la playa y cenar en familia no se “experimenta de verdad” hasta que las fotos y los videos no se hayan subido a la red. Esto incluso se puede aplicar al lugar conmemorativo frente a la estación de policía de Dallas, donde la gente se abraza llorando solo cuando la cámara la está filmando.

Donald Trump también apuesta por esta escenificación de la realidad a través de los castillos de ensueño en sus campos de golf, sus grifos dorados en la Trump Tower, el bronceado artificial de su cara y el peluquín. Tiene que hacerlo así, porque le falta sustancia. Puede hacerlo, porque desde muy temprano aprendió a seducir a la gente. Tiene tanto éxito, porque hay tanta gente que prefiere soñar con un mundo pasado antes que trabajar para crear uno nuevo.

*Esta columna fue publicada originalmente en Deutsche Welle.

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