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Grecia y el tercer rescate
Dom, 27/09/2015 - 21:56

Farid Kahhat

Las buenas noticias que trae el fallido atentado a Times Square
Farid Kahhat

Peruano, doctor en Relaciones Internacionales, Teoría Política y Política Comparada en la Universidad de Texas, Austin. Fue comentarista en temas internacionales de CNN en español, y actualmente es profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP (Perú) y analista internacional.

No me cuento entre quienes emitieron un voto virtual en el referéndum sobre la negociación de la deuda griega en Julio pasado. Creía que el futuro inmediato sería sumamente complicado en cualquier escenario. Un primer escenario consistía en renegociar con los acreedores en sus propios términos. Frente a la crítica según la cual eso era precisamente lo que había conducido al impase en el que se encontraba Grecia, podía alegarse (como hiciera José Ignacio Torreblanca en el diario El País), que ahora las circunstancias eran algo más favorables. En primer lugar, el nuevo presidente de la Comisión Europea (Jean Claude Juncker), introducía en agenda el tema del crecimiento a través de su plan de fomento a la inversión comunitaria. En segundo lugar, Mario Draghi al frente del Banco Central Europeo iniciaba una política monetaria expansiva (la cual podía contribuir tanto al crecimiento de la economía, como a la reducción de las tasas que países altamente endeudados debían pagar por la emisión de nueva deuda). Por último, desde gobiernos importantes de la Eurozona (como el francés o el italiano), hasta el Fondo Monetario Internacional (que hacía público un mea culpa sobre los errores cometidos en Grecia), sostenían que las políticas de reducción del déficit fiscal debían ser compatibles con la necesidad de retomar la senda del crecimiento. 

El escenario alternativo implicaba un intento por cambiar los términos de la negociación, que es por lo que pareció optar el nuevo gobierno griego. Un problema con ese escenario era que el mandato de los electores griegos restringía el poder de negociación de su gobierno: de un lado, una amplia mayoría exigía menor austeridad y reestructuración de la deuda. De otro lado, sin embargo, una mayoría igualmente amplia exigía permanecer dentro de la moneda común (el Euro). El problema radicaba en que esos objetivos podían ser mutuamente contradictorios: para obtener las concesiones exigidas a los acreedores (menor austeridad y reestructuración de la deuda), se requería un “Plan B” creíble en caso de que no se llegara a un acuerdo. Y como señaló el ex ministro de finanzas griego, Yanis Varoufakis, el elemento medular de ese plan alternativo era la creación de un medio de pago diferente al Euro. O en buen romance, la creación de jure o de facto de una nueva moneda.

Varoufakis alega que su plan para hacer precisamente eso no implicaba necesariamente abandonar el Euro. Pero el hecho es que si la creación de una nueva moneda no era parte de un acuerdo con los acreedores (como el planteado por su par alemán, Wolfgang Schauble, que implicaba una salida temporal de la Eurozona), el gobierno griego no podía garantizar la permanencia de su país en la moneda común. 

Y ese acuerdo era improbable cuando la creación de una nueva moneda se planteaba como un plan alternativo en caso de que los acreedores no aprobasen las concesiones requeridas por Grecia (menos austeridad y reestructuración de la deuda, pero también el acceso de los bancos griegos a fondos del Banco Central Europeo). Había cuando menos dos razones por las que a los acreedores de Grecia serían reacios a realizar esas concesiones. La primera es que, tras años de vapulear al gobierno griego por su conducta irresponsable como prestatario (la irresponsabilidad recíproca de los prestamistas no aparecía en el discurso), tales concesiones podían interpretarse como un premio a esa conducta (con el consiguiente costo político interno). La segunda razón es que gobiernos como el español o el portugués (que habían pasado por negociaciones parecidas), podrían exigir luego concesiones similares a las que obtuviera Grecia.

La amenaza de emitir una moneda propia parecía la única forma de forzar la mano de los acreedores en la negociación, por dos razones. La primera eran los costos que supondría el que un país, por pequeño que fuera, abandonara la moneda común (no solo por un posible efecto de contagio, sino sobre todo porque ese precedente condicionaría las negociaciones en futuras crisis de endeudamiento). La segunda razón era la posibilidad de que hubiera vida fuera del Euro: experiencias como el fin de la convertibilidad argentina en 2002 sugerían que, superada una transición traumática, podría retomarse la senda del crecimiento (Argentina contaba con una moneda propia, pero el régimen de convertibilidad le había privado del control sobre la política monetaria). 

Pero para que esa estrategia surtiera efecto, la amenaza de abandonar el Euro debía ser creíble. Al remover del cargo a su ministro de Finanzas un día después del referéndum, el Primer ministro griego, Alexis Tsipras, envió una clara señal a sus acreedores: no estaba dispuesto a poner en práctica el “Plan B” diseñado por Varoufakis. De allí a concluir que su posición negociadora era un bluf, había solo un paso.

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