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¿Podría terminar bien la desaparición de los 43 estudiantes mexicanos?
Lun, 27/10/2014 - 15:08

Leo Zuckermann

¿Puede comprarse el voto en México?
Leo Zuckermann

Leo Zuckermann es analista político y académico mexicano. Posee una licenciatura en administración pública en El Colegio de México y una maestría en políticas públicas en la Universidad de Oxford (Inglaterra). Asimismo, cuenta con dos maestrías de la Universidad de Columbia, Nueva York, donde es candidato a doctor en ciencia política. Trabajó para la presidencia de la República en México y en la empresa consultora McKinsey and Company. Fue secretario general del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), donde actualmente es profesor afiliado de la División de Estudios Políticos. Su columna, Juegos de Poder, se publica de lunes a viernes en Excélsior, así como en distintos periódicos de varios estados de México. En radio, es conductor del programa Imagen Electoral que se trasmite en Grupo Imagen. En 2003, recibió el Premio Nacional de Periodismo.

Desde luego que sí: con el hallazgo de los 43 normalistas de Ayotzinapa sanos y salvos. Me temo, sin embargo, que entre más tiempo pasa, más difícil parece que esto suceda. Ya transcurrió más de un mes en que los muchachos fueron secuestrados por parte de la Policía de Iguala a las órdenes de un presidente municipal vinculado con el crimen organizado. Todo indica, por desgracia, que están muertos. Si es así, esta historia apenas comienza. Quedan muchos capítulos por venir. Pero el final podría ser bueno. No, por desgracia, para las familias de los desaparecidos, pero sí para el país. ¿A qué me refiero?

Lo que seguiría es, en definitiva, malo. Una de dos. O encuentran los cadáveres de los muchachos o de plano la autoridad se da por vencida e informa que es imposible hallarlos porque los cadáveres habrían sido eliminados por completo. Los dos escenarios son terribles. Esto, con toda razón, desencadenaría grandes movilizaciones sociales de gente indignada. Ninguno de los partidos políticos existentes se salvaría de la irritación social.

Ya lo estamos viendo. En una de las primeras manifestaciones, el 8 de octubre, donde se exigía la aparición de los estudiantes, un grupo de personas abucheó y agredió a Cuauhtémoc Cárdenas, quien trataba de participar en la protesta. Le gritaron “asesino, cobarde y traidor” a una de las figuras históricas que impulsó la democratización del país. Poco le sirvieron, al ingeniero, sus credenciales democráticas para contener la rabia de sus agresores: tuvo que salir corriendo de la manifestación.

Mucho dice que ya ni Cárdenas pueda salvarse del ambiente que prevalece en algunos grupos sociales enojados —insisto, con razón— por la espantosa historia de Iguala. El miércoles lo volvimos a atestiguar. En diversos puntos del país se llevaron a cabo manifestaciones para demandar, de nuevo, la aparición de los 43 normalistas. Muchos repudiaban el funcionamiento de la democracia mexicana. Ninguno de los partidos existentes se salvaba. En el ambiente había un reclamo como el que surgió en Argentina durante la crisis de 2001: “Que se vayan todos”.

Son los jóvenes los que fundamentalmente están desencantados con el sistema democrático actual. Lo de Iguala ha venido a galvanizar esta desilusión. Lo entiendo. Ellos sólo han vivido en un régimen político que, si bien es mejor al que teníamos hace 30 años, sigue teniendo abusos autoritarios y altos niveles de corrupción. Para los más jóvenes del país, el mal gobierno está hoy en todos los partidos de nuestra bisoña democracia, como para nosotros estaba en el PRI autoritario.

Ya ninguno de los otros partidos se salva. Yo estoy convencido de que el sistema actual es superior al que me tocó vivir como joven en los años ochenta. Pero esto es muy difícil trasmitírselo a las nuevas generaciones. Para ellos, el régimen actual tiene que modificarse porque lo perciben como cerrado, corrupto e incluso autoritario. Y qué bueno que así lo vean porque el sistema actual sí necesita cambios. Con una nueva protesta social, derivada de los sucesos de Iguala, bien podría lograrse una reforma que oxigene a nuestra democracia.

De ahí que toda esta historia de los desaparecidos de Ayotzinapa pueda terminar bien. La rebelión zapatista de 1994 cimbró al país. El gobierno de Zedillo entendió que el país requería una reforma política profunda para darle cause a la inconformidad surgida de Chiapas. Y la hicieron. Gracias a eso, en 2000 ocurrió la alternancia en el poder, un salto cuántico para la democratización.

Mi esperanza es que lo mismo suceda con esta terrible historia de Iguala: que presione al gobierno de Peña y todos los partidos a darse cuenta de la urgencia de una nueva reforma política para elevar la rendición de cuentas de los gobernantes y combatir la corrupción que corroe al sistema. No una reforma como la de 2007 o la de 2013, que sólo sirvieron para fortalecer los intereses de los partidos existentes. No. Aquí estamos hablando de una verdadera reforma que haga imposible que los Abarca, Vallejo, Aguirre, Montiel, Marín, Granier, Moreira, Reynoso y tantos más lleguen al poder y abusen de él. Todo con la complicidad de un sistema de partidos que los protegen hasta la ignominia.

Espero, en este sentido, que los seis muertos y 43 desaparecidos de Iguala sirvan para eso. Con el anhelo, desde luego, de que los secuestrados aparezcan vivos.

*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.

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