En Nueva Zelandia, los maorís siguen un ritual al inicio de los juegos de rugby llamado “haka,” que consiste en una serie de muecas, gesticulaciones y movimientos -desde sacar la lengua hasta dar brincos y hacer toda clase de ruidos amenazantes- con el objeto de amedrentar a sus contendientes.
El ritual es apreciado como arte, pero ya nadie se siente intimidado. Los últimos meses entre la presidenta Sheinbaum y el presidente Trump parecen una danza estilo maorí. Muchas muecas, pero pocas nueces, aunque, siguiendo esta analogía, el país requiere más nueces que muecas. La historia dicta que las cosas funcionan en la relación bilateral cuando México toma la iniciativa, no cuando juega a las muecas.
Estados Unidos es una nación con tal multiplicidad de relaciones e intereses que con frecuencia lo esencial se pierde. En política exterior, prácticamente no hay nación en el orbe para la cual la relación con Estados Unidos no sea importante. Sin embargo, fuera de unos cuantos asuntos, su capacidad de atención al resto del mundo es mínima.
En política interna, como en todas las naciones, los temas e intereses locales dominan el panorama y se hacen presentes a través de los mecanismos formales e informales provistos para ello. Con frecuencia, lo interno y lo externo chocan y mucho más ahora con la convulsión propiciada por Trump.
En esto no hay novedad alguna. En condiciones normales, las naciones que requieren atención de parte de Washington para avanzar sus intereses desarrollan estrategias que van desde acercamiento a la administración y al congreso hasta ambiciosos programas dirigidos a núcleos de población clave para sus objetivos.
El propósito, en ambos tipos de esfuerzo, es contar con acceso que contribuya a la aprobación de programas, acuerdos o presupuestos que son fundamentales para el país que los avanza. Y hay decenas de países dedicando recursos, algunos enormes, para tal propósito. Algo ha variado en las formas que exige la nueva realidad que ha creado la administración Trump, pero no en la esencia.
La clave es que la política americana es tan dispersa y tan contenciosa que la única forma de avanzar, igual para intereses locales que de otras naciones, es expresándose de una manera idónea para presentar y hacer valer esos objetivos.
La experiencia mexicana es tajante y transparente: cuando México propone, Estados Unidos responde. Esa es la experiencia desde los ochenta, cuando se propuso lo que acabó siendo el TLC y ha sido igual una y otra vez desde entonces.
Nuestro problema no ha sido el de avanzar los intereses nacionales (que allá se reconocen como vitales para ellos), sino el de no mantener una presencia sistemática en los espacios clave.
Sobre todo, como ilustra el momento actual, el problema es la ausencia de una iniciativa mexicana para proponer acciones específicas que nos saquen tanto del marasmo que Trump ha producido dentro y fuera de su país, como de la pésima prensa que México tiene allá.
En términos concretos, los asuntos que son críticos para ambas naciones requieren de una administración efectiva y eso no va a surgir de Washington. El gobierno norteamericano actúa a partir de sus propias iniciativas y responde ante los estímulos que vienen la multiplicidad de factores e intereses que intervienen en cada asunto.
En el caso de la frontera, donde predominan los temas de drogas y migración, dos de los factores más contenciosos en la política norteamericana, en muchas ocasiones se actúa más con lógica de óptica política que de solución de problemas, como ilustra la reciente militarización de la frontera.
En lugar de observar y responder puntualmente (como se ha hecho exitosamente), México debería estar proponiendo soluciones concretas. Si México no toma la iniciativa, seguiremos como el famoso Tío Lolo, sin saber qué está pasando ni a dónde vamos.
Hay hechos consumados que impactarán a México porque ya han sido decididos y hay asuntos clave para México que no han sido decididos, pero que igual tendrían severo impacto. En ambas instancias, México debe estar presente: en el primer caso, negociado soluciones que contribuyan a la solución de problemas con perspicacia e inteligencia. No hay mejor ejemplo de esto que la designación de algunos carteles como organizaciones terroristas.
Aunque hay una plétora de implicaciones legales que se derivan de esa acción que ya tuvo lugar, su implementación está por resolverse y ahí es crítico negociar quién hace qué y cómo. Más importante, si México llegara a “ponerse las pilas,” ésta sería una oportunidad para convertir la decisión estadounidense en una palanca para una cabal transformación del asunto de seguridad dentro de México y para beneficio no sólo de la relación bilateral, sino de todos los mexicanos.
El otro lado de la moneda, especialmente en lo que atañe a los aranceles y otras restricciones que amenazan el futuro económico, México debiera estar presentando la lógica geopolítica que animó la creación del tratado en los ochenta. O sea, romper con la argumentación de que México abusa para convertirla en la racionalidad que dominó la negociación inicial: que el mejor interés nacional de Estados Unidos es un México exitoso y próspero.
Sí se posible. Proponer con ambición, visión y astucia. Esa es la clave.