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Colombia: la tragedia de Miguel Ángel Olea, de la inequidad educativa
Jue, 10/04/2014 - 10:08

Camilo Olarte

Vientos de paz desde el campo colombiano
Camilo Olarte

Camilo Olarte es Ingeniero y periodista colombiano, naturalizado mexicano. Actualmente es el corresponsal de AméricaEconomía en México.

La respuesta a la sencilla pregunta ¿dónde estudian sus hijos?, es suficiente en Colombia para ubicar a una persona dentro de la pirámide social, con más exactitud que su “estrato”; esa odiosa clasificación que va del uno al seis y que aunque tiene el propósito de catalogar los domicilios para el cobro diferencial de los servicios públicos, es utilizada para determinar las clases sociales. Arriba en la pirámide están los que pueden pagar una educación privada, seguramente en un colegio internacional, donde se educaron quienes dirigen el país económica y políticamente.

Miguel Ángel Olea Ortegón se iba a graduar del colegio público San Cayetano, de la localidad de Usme, en Bogotá, uno de los que no ofrece esos privilegios. Era un genio de la robótica, un autodidacta de 18 años que pertenecía a un grupo que representó al país en el Concurso "Lunabotics Mining Competition 2012" organizado por la NASA, donde obtuvo el segundo puesto entre 70 participantes de diferentes países del mundo, y ganador también del Concurso Distrital de Robótica organizado por la Secretaría de Educación.

El domingo 6 de abril murió después de haber ingerido veneno para ratas. La razón, según su madre, fue que perdió el año escolar. Las inasistencias -muchas, explica su familia, por representar al país o a su colegio- fueron el motivo para que sus maestros consideraran que no podía aprobar. Un muchacho que más allá de sus premios, había traspasado las limitaciones de la educación pública sintió que las instituciones le habían dado la espalda.

La tragedia de Miguel Ángel es la tragedia de un sistema educativo desigual. La educación privada de muy alta calidad concentra a las élites económicas que están dispuestas a pagar mucho por la educación de sus hijos, mientras la educación pública reúne a la población más pobre, con asignaciones presupuestales de apenas una décima parte de inversión anual por niño.

Enrique Peñalosa planteó durante su gobierno de Bogotá la idea de fortalecer los puentes entre la educación privada y la educación pública. En 1999 se empezaron a construir colegios que después serían entregados en concesión a instituciones privadas que pudieran demostrar su capacidad para ofrecer una educación pública digna y de calidad. Por cada estudiante a estos colegios se les entrega una suma de  dinero mensual. El proyecto se ampliaría años después a todo el país.

Una investigación del periódico El Espectador destapó hace más de un año lo que pasó con esa iniciativa. Aunque existen algunas honrosas excepciones, muchos de los beneficiados de esas concesiones se enriquecieron y solo entregaron una educación jodida para jodidos. Gustavo Petro trató, durante su interrumpido mandato, de recuperar el control de la educación pública de las garras de muchos de estos concesionarios. Hoy, estos mercaderes de la educación, celebran su destitución.

En las últimas semanas los discursos y las agendas de las campañas presidenciales se llenaron de referencias hacia la educación. En un país con tantas urgencias, ésta nunca ha sido un tema que defina una campaña electoral.

La razón de este cambio es que Colombia ocupó el último lugar de las pruebas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que midieron la habilidad de 9000 estudiantes de 15 años, para resolver problemas de la vida real con los que no están familiarizados. Los resultados de esta prueba optativa del informe PISA se acaban de dar a conocer, tres meses después de los resultados generales, en los que Colombia ocupó el puesto 62 entre los 65 participantes.

Inmediatamente los candidatos empezaron a repartir culpas y a prometer reformas, que ahora sí, supuestamente van a cambiar el escenario de la educación.

Aunque algunas cifras en Colombia pueden ser consideradas como positivas -el país gasta 4,8% de su PIB en educación, cifra cercana a México y Argentina-, muchos estudios indican que no basta una inyección de dinero al sistema, ni mejorar los salarios de los maestros o las promesas de aumentar horas y grados. Aunque una adecuada combinación de estas políticas puede dar algunos resultados, es necesario combatir la profunda segregación social que se perpetúa a través de una educación segmentada y que no propicia el encuentro de jóvenes de diferente origen socioeconómico.

Es un sistema educativo clasista, inequitativo, más preocupado por la cobertura que por la calidad, sin una agenda a largo plazo. Un sistema que requiere una transformación estructural, compensatoria y redistributiva que permita una nivelación de las oportunidades. Que el destino de un joven como Miguel Ángel Olea no esté marcado por la institución en la que haya estudiado.

“El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”, dijo Winston Churchill. Las elecciones son un buen momento para que el país vuelva la mirada hacia la educación, sobre todo la educación pública y la educación rural, si pretende algún día salir de la oscuridad y de la violencia que trae la desigualdad.

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