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Cómo fue crecer en el Chile de la discriminación
Mié, 12/06/2013 - 16:49

Jaime Parada

Cómo fue crecer en el Chile de la discriminación
Jaime Parada

Jaime Parada es Doctor (c) en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Especialista en Historia Social de la Ciencia (Universidad Finis Terrae). Actualmente se desempeña como presidente de la fundación País para Todos y como concejal por la comuna de Providencia (Santiago de Chile).

Hace un año y medio ingresé a las filas del activismo homosexual en mi país, Chile. De manera inesperada, sin buscarlo, pasé de ser una académico universitario joven, anónimo, a un activista reconocido en mi país. Todo ha sido muy vertiginoso. En mi caso, salir del clóset no sólo requirió abrir su puerta, sino dinamitarlo.

Si bien mi homosexualidad era conocida por un grupo de personas más o menos amplio –familia, amigos, alumnos y círculo laboral-, viví un cambio mayor, sin retorno, al convertirme en vocero de la organización homosexual más reconocida de Chile: el Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (Movilh). En este nivel, la exposición pasó a ser parte del día a día, algo tan inesperado como ajeno a la persona que era.

Pero lo anterior no ha sido lo más difícil, pues como dicen, uno se acostumbra a todo. La principal dificultad ha sido enfrentarme al sistema de valores y creencias en el que fui educado, completamente opuesto al que hoy defiendo como causa, y a la vez como ética de vida. Y no hablo de la aceptación o rechazo a la homosexualidad, pues esto sería reducir el fenómeno. Más bien pienso en la cultura de la discriminación, profundamente arraigada en la sociedad chilena y que hoy sigue vigente.

Me criaron en un mundo donde todos eran “rotos” (expresión de la elite chilena para denostar al de escasos recursos), maricones o comunistas. A veces, también judíos. Aunque la verdad sea dicha, no todos. Pertenecían a este espectro los que no lucieran, pensaran o profesaran de acuerdo a los cánones de mis padres, tíos y abuela. En su reducido universo, estas categorías definían el “nosotros” y el “ellos”. De paso, la referencia al “ellos” siempre era dicha como un insulto. El resto, sólo el pequeño resto de seres humanos que nos rodeaba, era “gente decente”. O “gente normal”.

Raro. Extremo viniendo de una familia materna de clase media-alta empobrecida (cualquiera sea el alcance que tenga eso) y un padre centroamericano de clase media-baja que creció en un barrio llamado “El peligro”, en una provincia de Panamá. Intuyo que el clasismo materno era por inercia; y el paterno, por aspiración. El anticomunismo era aún más raro: mi papá y mi mamá eran centro izquierdistas con una aguda conciencia social, pero la experiencia del gobierno de Salvador Allende les dio un giro sin retorno a la derecha, que llegó a un pinochetismo que aún mantienen vivo y que hoy callan, asumo, con algo de vergüenza. Raro, finalmente, para una familia que, cuando crecí en los años 80, vivía en la casa de la abuela y se desplazaba por la vida en una poco glamorosa citroneta roja.

Así mi infancia estuvo marcada por la reproducción de ese discurso. Con cerca de nueve años –qué paradoja personal- me enfrasqué en una pelea a golpes, por primera y única vez en mi vida con un tocayo mío; yo lo trataba de maricón porque –según yo- era suave en su hablar. Esta fue enseñanza de mis cuatro hermanos, quienes practicaban artes marciales y usaban al inmediatamente menor de puchimbol. El que se arrancaba, el cobarde (yo en este caso) era el maricón.

Heredé, también eso de “rotear” a diestra y siniestra. Estudié en un colegio particular subvencionado (con financiamiento compartido Estado-privados) en una zona acomodada de Santiago y más de algún compañero de curso era hijo de una trabajadora de casa particular. Para mí, claro, él era un “roto”. Recuerdo, además, haber defendido a Pinochet ante mis compañeros con la vehemencia propia de quien está muy convencido de poseer la verdad. Tenía argumentos; pobres, pero argumentos. Mal que mal, para mis padres la política era algo que debía aprenderse desde niño (no así la sexualidad, el respeto y la empatía con el que sufre).

¿Cuánto arrepentimiento he llegado a sentir en la adultez? Mucho. Todavía me pesa la crueldad infantil y he hecho lo que he podido por disculparme con quienes ofendí. Por eso no le deseo a ningún chileno la educación discriminatoria que yo recibí. Cuesta demasiado desinstalar conceptos así de agresivos. Peor aún: muchos no los superan, los reproducen toda su vida y los transmiten a sus hijos, como mis padres lo hicieron conmigo. Yo, por el contrario, tuve la suerte (sí, la suerte) de tener experiencias de vida muy fuertes, lo suficiente como para entender que es en el ejercicio de la empatía donde se produce el proceso de humanización.

El mundo no resiste más discriminación. Y esto lo tienen que entender, por sobre todo, los padres y educadores, pues en ellos radica la construcción de una sociedad más justa e igualitaria. Si le puedo dar un consejo, que sea éste: no eduque a sus hijos como me educaron a mí. Un consejo que además toma fuerza en momentos en que en Chile toda la educación está en tela de juicio. Algunos hablan de que sea gratuita para todos; otros ponen el acento en la calidad. Pero pocos, lamentablemente pocos, ponen el énfasis en la humanización de los aprendizajes, en la educación en y para el respeto. Mientras eso no cambie, poco y nada podremos hacer quienes luchamos desde el activismo social y político por una sociedad en la que todos tengamos cabida.

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