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Ni maldición ni enfermedades de los recursos
Mié, 03/05/2017 - 09:41

Mauricio Ríos García

Bolivia: las tasas de interés y el peligro de regularlas
Mauricio Ríos García

Mauricio Ríos García es fundador y presidente de Crusoe Research, y analista internacional de SchiffGold. Al mismo tiempo se encuentra desarrollando su tesis doctoral en Economía Aplicada en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Cuenta con una maestría en Economía de la Escuela Austríaca por la misma universidad; realizó estudios de economía, filosofía política, sistemas comparativos de gobierno y políticas de transición y reformas estructurales en la Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile, y es economista por la Universidad Mayor de San Simón de Cochabamba, Bolivia. Actualmente reside en Bolivia y dicta cátedra en tres universidades privadas distintas.

Parece que Bolivia aún lidera el crecimiento regional, pero las perspectivas no dejan de nublarse. Hace unos años América Latina crecía a dos velocidades, y ahora hay un grupo de países en plena recesión compuesto por Venezuela, Brasil y Ecuador, y otro por Perú y Paraguay en franco crecimiento, que le disputa el título a Bolivia muy de cerca. Juzgando por el hecho de que no ha dejado de desacelerarse desde 2013, Bolivia parece sumarse al primer grupo antes que al segundo. ¿Es esto simple casualidad?

Así como el mismo discurso oficial, que hace de la suerte de los precios petroleros su única esperanza, algunos analistas en aparente desacuerdo se han apresurado en determinar la causa del problema de la desaceleración en fenómenos, maldiciones y enfermedades, como si se tratara de un simple devenir de la naturaleza y no en aspectos muy concretos de la política económica que no tienen nada de fenomenales, sino más bien de absurdos.

La teoría de la maldición de los recursos naturales dice que los países con una abundancia de recursos naturales, particularmente minerales y combustibles, suelen tener un crecimiento y desarrollo económico menor que el de los países con menos recursos naturales. La ilustración más recurrente de este problema es, entre varias otras, una infraestructura pública muy deficiente de carreteras, escuelas y hospitales vacíos. Sin embargo, en lugares como España, entre 2002 y 2007 se generó una de las burbujas inmobiliarias más grandes que se haya visto nunca en todo Occidente, con ciudadelas enteras que quedaron vacías, y nada tuvieron que ver sus recursos naturales, porque no los tiene.

No sin antes negar la crisis en campaña electoral, en 2009 el gobierno de Rodríguez Zapatero implantó el Plan E contra la crisis; la misma batería de medidas que la provocaron. Se trató del segundo mayor gasto público del mundo luego de Arabia Saudita, y llevó a la economía española a hipotecar su futuro reinflando su burbuja con mayor endeudamiento y dilapidando el poco capital que le quedaba produciendo lo que nadie necesitaba, como redes de aeropuertos, autopistas, estaciones de tren, etc. que nunca sirvieron pero que deben seguir pagándose.

¿A nadie le suena esto familiar? Las causas de todo desastre económico se encuentran, pues, en la mala asignación de recursos por excesivo gasto público y abundante crédito forzosamente barato, que descoordina el aparato productivo llevando recursos desde aquellos sectores donde son necesarios, hacia aquellos artificialmente demandados. En un principio el efecto parece milagroso, pero la destrucción de capital consecuente revela el hecho no de que el mercado, con sus propios mecanismos, asigna los recursos de manera más eficiente que el Estado, sino que es el único que realmente puede y debe hacerlo.

Más aún, aunque ayudaría mucho en general, no gastar más de lo que se ingresa no es suficiente garantía para mantener un régimen autoritario o dictarorial a línea en cuanto a sus atribuciones y competencias sobre la economía. A Venezuela, le bastó gastarse solamente lo que ingresó durante períodos de tiempo suficientes dentro de casi veinte años, dentro de los que alcanzó a crecer al 18% anual, y en Bolivia las escuelas, hospitales y carreteras vacías se las empezó a ver por todo su territorio mucho antes de la caída petrolera.

Lo mismo sobre quienes esgrimen la mentada enfermedad holandesa en contra el tipo de cambio fijo y en favor de la devaluación cambiaria. Esta teoría dice que los ingresos provenientes de las exportaciones de recursos naturales dañan los sectores productivos tradicionales causando una apreciación cambiaria, reduciendo los salarios de alta mano de obra y restando competitividad. Para esto, nuevamente España: sobre la pérdida de competitividad no existe efecto cambiario alguno. La mitad de sus exportaciones tienen destino la Unión Europea, con la que, al compartir moneda, cumple un símil de tipo de cambio fijo. El problema de la competitividad española o de cualquier otro país radica siempre, entre otros, en el encarecimiento de la inversión, el gasto público desbocado, el incremento desbordado de impuestos y la rigidización deliberada del régimen laboral. Y no sería díficil imaginar cómo viviría hoy España si además de la represión fiscal su gobierno pudiera devaluar la peseta y añadirle inflación.

Por décadas los economistas han malacostumbrado a la gente a analizar los fenómenos sociales con herramientas propias de las ciencias naturales; los enredan aún más con metáforas desafortunadas y ayudan a los regímenes perversos con nombre y apellido a crear hombres de paja y perseguir unicornios en el cielo en vez de acusarlos para que asuman su responsabilidad.

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