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Amor que se pierde
Jueves, Abril 9, 2015 - 08:28

La escasez de productos básicos en Venezuela está multiplicando el descontento en los bastiones tradicionales del chavismo.

Una de las colas más concurridas de Caracas queda en la zona de Plaza Venezuela, donde opera un Abasto Bicentenario. Un promedio de 3.000 personas suelen reunirse desde las cinco de la mañana a comprar lo que consiguen en esta franquicia expropiada al grupo francés Casino por el difunto presidente Hugo Chávez. Pueden entrar según su número de cédula de identidad, una vez a la semana. Además de su identificación, deben colocar la huella dactilar.

La identificación biométrica es la fórmula que encontró el gobierno para combatir a los bachaqueros, como se les llama en Venezuela a los revendedores, en honor a un tipo de hormiga cortadora que suele cargar vegetales para cultivarlos en sus galerías. Pueden acabar con una plantación en una noche, así como estos revendedores suelen vaciar los estantes de las tiendas en una jornada.

En una de las calles adyacentes al Bicentenario, un matrimonio de mediana edad espera el autobús. Cada uno carga una bolsa con provisiones básicas. Llegaron a las cinco de la mañana, admite la señora, con el rostro cansado y una semisonrisa que deja ver los espacios sin dientes. Nos da su nombre, pero después se arrepiente cuando le decimos que somos periodistas. “Después me identifican y cuando me toque no me quieren vender”, dice medio asustada.

Ya el sol está bien alto y en la misma cola florece una actividad informal que ilustra los imposibles de esta economía enferma. Vendedores ofrecen por encima de la cerca –donde están confinados y ordenados los clientes del Bicentenario– vasos de té frío, agua, donas. El precio está unificado en Bs 30, lo mismo que vale el hipotético kilo de detergente.

Una mujer en sandalias y pantalones cortos arrastra un carrito con un termo de bebida fría. Viene murmurando y accede a conversar a la mitad de la fila. “Al comandante Chávez no le pasaba así; él no hubiera dejado que pasaran estas colas. Ya hubiera mandado a poner aquí varios camiones de comida para vender en el medio de la calle. Ese es Maduro que no se pone las pilas”, teoriza.

“Tiene que cambiar la mentalidad, la estrategia del gobierno. Tiene que haber producción”, dice Jessenia Montalvo, de 27 años, una contadora pública que trabaja en una tienda y gana el salario mínimo como vendedora, más comisiones. “Todos los días sacan y sacan cosas y hay cola y más cola”, dice sobre la cotidianeidad de los venezolanos.

Un paquete de pañales, cuando aparece, vale Bs 160 (US$25 al cambio oficial o US$0,90 al cambio libre). Pero sin colas los revendedores lo tienen en Bs 500 (equivalentes a más de dos días de su trabajo). “Si no compro aquí no como pollo. Nunca puedo darme el lujo de comerme una chuleta”, dice esta madre de una niña de cuatro años. Solamente en el jardín infantil tiene que pagar casi un tercio de su salario.

Al final de la cola, muy cerca, algunos hombres cargan refrigeradores y aparatos de aire acondicionado y despiertan el entusiasmo de algunos. Los acaban de adquirir bajo otro esquema de subsidio oficial para los trabajadores de la empresa Venezuela Productiva, a un tercio de su valor en Mercado Libre.com. Un refrigerador de 12 pies de la marca china Haier vale Bs 12.000, la cuarta parte de su valor en la calle. Por eso valió la pena esperar tres horas para la compra.

Espero, luego existo

Las colas para comprar productos regulados se han convertido hoy en parte del paisaje venezolano, mientras este país de 30 millones de habitantes presencia el naufragio de un modelo económico basado en el reparto de la renta petrolera y de la escasez.

Son también una evidencia de la fuerza implacable de las leyes básicas de la economía y laboratorio viviente para estudiar los estragos provocados por el gobierno a escala microeconómica. El discurso oficial los atribuye a la “guerra económica” que estaría librando Estados Unidos contra la “revolución bolivariana”, para derrocar a Maduro y apoderarse del petróleo venezolano. Pero encuestas como las de la firma Datanálisis revelan que ni los mismos chavistas creen demasiado en esa “teoría de la conspiración”.

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“Lo que ha fracasado es el modelo, que nunca ha funcionado”, dice el economista José Guerra, un crítico del gobierno que pronostica una inflación “de tres dígitos” por encima del 100% este año en promedio.

El gobierno de Maduro acaba de decretar un nuevo aumento del salario mínimo, el número 28 en 15 años. Economistas como Anabella Abadí, de la Universidad Católica Andrés Bello, señalan que justamente esa necesidad constante de aumentar los salarios ilustra los errores en el manejo de la economía.

Entre 1999 y 2013 la inflación acumuló un 2.264%, es decir, la canasta básica aumentó de precios más de 20 veces. En 2014, el segundo año de más alta inflación en 18 años, fue de 64%. Cálculos del economista José Huerta muestran que los alimentos y bebidas, que conforman un tercio del índice inflacionario del país, han subido 7.614% entre 2001 y 2014, justo el período en el cual arreciaron los controles sobre la economía.

Hoy, alimentos básicos y regulados son justamente los que más escasean en Venezuela. Algunos precios congelados quedaron tan desfasados en medio de las constantes devaluaciones y la inflación, que el gobierno tendría que acceder a aumentarlos dramáticamente. Sería la única forma de equilibrarlos con los costos, mejorar el abastecimiento y contrarrestar el mercado negro y el contrabando, según empresarios.

El discurso opositor suele reducir el tema de las perennes colas a la escasez y el desabastecimiento. Pero las razones van más allá y se relacionan con el fracaso de un modelo de control cambiario.

Un paquete de detergente Rindex, “hecho en la República Bolivariana de Venezuela”, tiene el precio marcado de Bs 29,15. Quien tenga la paciencia de hacer la cola puede pagar eso, que equivale a US$4,6 al tipo de cambio oficial de 6,30. Si le aplica la otra tasa oficial, de Bs 12 por dólar que regirá todas las importaciones que no sean alimentos ni medicinas, el mismo kilo de detergente vale US$2,43. Si seguimos por ese camino y consideramos la otra tasa oficial, la del mercado libre recién inaugurado por el gobierno y que abrió en Bs 170, el mismo kilo de detergente vale sólo 17 centavos de dólar. Pero aquí está la trampa: el mismo kilo de detergente en el mercado negro puede comprarse en 300 bolívares: la brecha se parece a la que existe entre los tipos de cambio oficial y el del mercado negro.

Mientras, la gente más pobre y las revendedores hacen largas filas en supermercados para comprar productos básicos regulados por el gobierno, en esos mismos establecimientos es posible comprar mercancías provenientes de docenas de países, tasadas a dólar libre, y sin hacer ninguna cola. Claro, si usted tiene dinero suficiente.

“La gente pobre tiene más tiempo que dinero”, resume el sociólogo Luis Pedro España, uno de los principales expertos venezolanos en temas de pobreza.

Perder la fe

Una reciente encuesta de la firma Datanálisis, citada en un informe del banco de inversión Barclay´s, reveló que la aprobación a Maduro ha caído por debajo de 25%, mientras el 85% tiene una evaluación negativa de la situación del país.

No es de extrañar. Las colas en las barriadas populares han generado un mecanismo de discriminación controlado por los dirigentes locales del Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv), las milicias bolivarianas y cuerpos policiales, según vecinos.

“No sé dónde estamos metidos, pero ya estamos en el infierno”, dice Juan Antonio Hernández, de 56 años, quien trabaja aparcando vehículos en el este de Caracas. “Todo el mundo está amotinado, está bravo y mucha gente habla mal de Maduro, porque no ha hecho nada. Desde que murió Chávez no es lo mismo”, dice, recordando al caudillo militar que gobernó este rico país petrolero durante casi tres lustros en medio de una bonanza petrolera.

Desde que fue establecido el sistema de ventas de acuerdo al número de cédula es peor, dice sobre la cola. “Si me toca venir en la semana, ¿cómo lo hago para comer? Tengo que trabajar”, dice.

Su trabajo en el estacionamiento de un laboratorio farmacéutico le ha llevado a ver casos de pacientes de cáncer que peregrinan en busca de medicinas.

En Fila de Mariches, a las afueras de Caracas, funcionan a la vez el mercado subsidiado y el mercado negro, señala una empleada doméstica desencantada con el movimiento chavista en el que militó.

En Valle Fresco, vía principal de Fila de Mariches, si el comprador es menor de edad no le venden. “No tiene derecho a comer”, se queja la mujer que requirió el anonimato. Relata episodios de jóvenes embarazadas que no pueden comprar los pañales al precio regulado porque son menores de edad, una aberración en un país que registra la tercera tasa más alta de embarazos adolescentes en América, y la más alta de Sudamérica, según cifras del Fondo de Población de las Naciones Unidas.

Esos mercados instalados a cielo abierto son parte del discurso oficial y de la estrategia con nombres de operativos militares con los que el gobierno promueve sus acciones. Pero las anécdotas corren de boca en boca y la señora se sorprende de que no se publiquen, pero la prensa está dominada o amedrentada por el gobierno, y la Ley de Responsabilidad Social para los medios prohíbe transmitir por TV imágenes de disturbios y hechos de sangre.

Ella cuenta que en el Abasto Bicentenario de Terrazas del Ávila, en el este de Caracas, una muchacha fue muerta a puñaladas en la cola a manos de un malandro (delincuente) porque reclamó que le estaban quitando el puesto.

Funcionarios del gobierno pasan a sus amigos o cobran por hacerlos entrar más rápido, se queja. “Los lunes, que es cuando me toca, yo tengo que trabajar y si no trabajo no como. Cuando llego tarde a la cola no me dejan pasar”, dice. Su  salario limpiando residencias es de Bs 500 por día, unos US$2,9 al libre y de US$79 al de Bs 6,30. Su diagnóstico es el de alguien que ha perdido la fe: “Estamos viviendo casi una dictadura. Los huesos de Chávez se deben estar revolviendo en la tumba con lo que hace Maduro”.

Autores

Omar Lugo