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Borges y la medicina atrapada por las palabras
Lunes, Noviembre 14, 2016 - 09:13

Los especialistas ya han dado el aviso: el proceso por el que se bautiza a las enfermedades amenaza a la ciencia médica. Incluso hay quien afirma que lo que llamamos 'esquizofrenia' no existe.

SINC. Dice Julieta a Romeo, y en sus palabras puede estar el futuro de la medicina: ¡Solo tu nombre es mi enemigo! ¡Porque tú eres tú mismo, seas o no Montesco!

Los nombres que usamos son tan importantes que condicionan cómo vemos el mundo. Romeo era un Montesco y toda su familia estaba enfrentada a la de Julieta. Nadie salvo ella lo veía sin su apellido, aunque este fuera accidental y en absoluto lo definiera. El final de la historia es de sobra conocido.

Para algunos médicos e investigadores la medicina tiene un problema similar: diagnostica poniendo un nombre, y de cómo explique ese nombre la enfermedad real dependerá el futuro de esta. Pero en unos casos, advierten, los criterios son demasiado subjetivos. Y en otros lamentan disponer de pocos términos para enfermedades con muchas variantes, demasiado complejas como para organizarlas en unos pocos cajones. Y si los cajones son escasos las cosas se mezclan sin remedio: al final pueden hacer que veamos a Romeo tan solo como un Montesco.

Borges y la medicina de precisión

En cierto modo, hablar es restar: eliminar matices para poder entendernos con generalidades. (Un coche es un coche, a pesar de todos los modelos y variantes). No hace falta imaginar lo complicado que sería nuestro mundo de no funcionar así. Eso ya lo hizo Borges en un cuento, publicado en 1944 en el libro Ficciones, que tiene como título un spoiler perfecto: Funes el memorioso, donde el superdotado protagonista es incapaz de hacer generalizaciones. Para él cada objeto, animal o suceso es único en sí mismo y a cada momento:

No solo le costaba comprender que el símbolo genérico ‘perro’ abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).

En el fondo, la tendencia del lenguaje a generalizar es contra lo que lucha la aclamada medicina de precisión. Consiste en hacer un poco de Funes, en buscar las peculiaridades que hacen distintas en cada persona enfermedades de nombre global.

Por ejemplo, no hablar solo de cáncer de pulmón, sino especificar el tipo de célula y sus mutaciones características, las posibles causas, los tratamientos más adecuados: consiste en subdividir, en diferenciar y nombrar más allá de las categorías. Y hacerlo con datos objetivos. Pero esto aún está en camino, y en muchos casos no se hace como se debería.

Lo que sucede si abusamos de las generalidades o erramos en los nombres es que entramos en terrenos pantanosos.

“Muchas dolencias se diagnostican por criterios clínicos que pueden ser más o menos acertados, pero que son arbitrarios”, asegura a Sinc Luis Querol, neurólogo en el Hospital de Sant Pau de Barcelona. Hay diversos ejemplos, y algunos de los más característicos se encuentran entre las enfermedades mentales. “En muchos casos, una esquizofrenia se diagnostica por la presencia de alucinaciones, pero no tenemos ningún marcador objetivo externo que nos permita determinarla y clasificarla: ni en la sangre, ni una prueba de imagen, ni siquiera una exploración física”.

De alguna forma, añade, “es como si estuviéramos diagnosticando una diabetes solo porque la persona tiene sed. El problema es que ese diagnóstico, global y a veces erróneo, afecta a todo lo que sucede a continuación, no solo el tratamiento, también la investigación e incluso las políticas”.

Y recalca: “No es un problema meramente intelectual. En muchos casos estamos diagnosticando de forma muy tosca y condicionando todo lo que viene detrás. Es algo dramático”.

Un nombre condiciona la investigación

¡No tengo un nombre para eso! Un nombre no es más que ruido y humo.

(Goethe. Fausto 1, escena XVI)

Una de las maneras de desentrañar las interioridades de una enfermedad es buscar cambios en el ADN de los pacientes que suelan ir ligados ellas. Estos estudios de asociación suelen basarse en secuenciar el genoma de un grupo de enfermos y otro de personas sin la enfermedad y ver si hay diferencias. Si existen, eso puede dar pistas sobre su origen y mecanismos y orientar hacia posibles tratamientos.

En el caso de la esquizofrenia estos estudios se repitieron durante años sin éxito. Posiblemente porque, a pesar de que sea una enfermedad muy heredable, se organizaba un único grupo de pacientes basado en manifestaciones como las alucinaciones, sin atender a posibles diferencias entre ellos. Y así, con tantas causas potenciales detrás de unos pocos síntomas, se generaba tal cantidad de ruido que impedía llegar a algún resultado. Se estaban mezclando peras y manzanas solo porque eran frutas verdes. Aun así, los estudios continuaron “y la estrategia, en lugar de clasificar a los enfermos a priori, fue aumentar su número”, afirma Querol.

De esta manera han aparecido algunos resultados, en general no demasiado potentes pero que pueden ser importantes. “Lo que habría que hacer ahora es el camino inverso”, sostiene el neurólogo. “Deberíamos seleccionar a los pacientes con esas mutaciones y ver si tienen características propias que los definan frente al resto. Así podríamos comprobar la verdadera potencia de las mutaciones, disminuir el ruido e ir desentrañando la enfermedad”. Esa idea tiene un nombre técnico en la jerga: deep phenotyping, o fenotipado profundo.

La idea ha ido cobrando fuerza en los últimos años, hasta el punto de que la prestigiosa revista BMJ ha publicado un artículo de opinión con el título La esquizofrenia no existe. En él se dice que “no sabemos lo suficiente como para diagnosticar enfermedades reales, así que usamos un sistema de clasificación basado en síntomas”. De ahí que propongan incluso eliminar el término ‘esquizofrenia’ –con su carga de estigma– y “empezar a hacer justicia al amplio y heterogéneo espectro de psicosis que existen”. Hacer de Funes con la esquizofrenia.

Pero, como sostiene Querol, “una vez tienes una categoría hecha, a ver quién deshace el entuerto, a ver quién es el primero que deja de llamar esquizofrenia a la esquizofrenia aunque todos estemos de acuerdo en que no exista como enfermedad”.

La idea trasciende a las patologías mentales y, por ejemplo, ya se organizan congresos de neuropediatría tratando de discernir las causas íntimas del autismo, el retraso mental, la epilepsia o trastornos del movimiento, enfermedades heterogéneas y diversas cuyo nombre y tratamiento se basa en manifestaciones que a veces se solapan.

Para Ángels García Cazorla, neuróloga pediátrica en el Hospital Sant Joan de Déu en Barcelona, “estábamos algo desorientados y es necesario hacer una pequeña revolución en la manera en que abordamos, investigamos y tratamos estos trastornos. Los síntomas son importantes, pero los tratamientos han de dirigirse a los mecanismos, no a las consecuencias. Y para ello necesitamos saber qué está pasando realmente en el cerebro”. Es decir, llamar a las enfermedades por lo que son, no por cómo se visten.

Este párrafo del Hermano de hielo, el premiado libro de la artista Alicia Kopf, retrata el cajón de sastre que es el autismo:

Cuando llegué al mundo él ya estaba ahí, y durante muchos años fue un enigma, una cosa sin nombre. A mi hermano mayor lo diagnosticaron cuando tenía treinta años. Agradecí poder dar nombre a eso, aunque no fuera el más acertado. Creo que desde entonces he podido hablar más de ello. Es muy importante que las cosas tengan nombre, si no, no existen.

Que el nombre hace la cosa es muy cierto.

Pero ese nombre tiene que ser preciso.

Epilepsia y diabetes: biografías comunes

La historia de la epilepsia es un trasunto de la historia de la medicina. Durante muchos siglos las convulsiones que la caracterizan eran tomadas como posesiones demoníacas y sus curaciones como milagros puntuales. Freud consideraba que podía deberse a neurosis y conflictos con la figura paterna, como en el caso de Dostoievski, el autor de Crimen y castigo. Y solo a lo largo del siglo XX fueron definiéndose sus diversas formas y orígenes en una compleja clasificación: simples y complejas, tónicas o clónicas, genéticas, vasculares, autoinmunes, metabólicas o debidas a tumores. Un tinglado de causas con una manifestación común. Un complejo árbol cuyas raíces estaban ocultas muy lejos de la simplicidad demoníaca.

La descripción detallada ha permitido numerosos avances, pero quedan pasos por dar porque “se siguen haciendo ensayos clínicos sin clasificar a los pacientes según la causa”, asegura Querol, lo cual dificulta llegar a tratamientos más específicos. De hecho, la gran mayoría se trata con antiepilépticos generales “que se dirigen al síntoma, no al origen”. Eso hace que sean más paliativos que curativos.

La biografía de la diabetes guarda muchas similitudes. La palabra proviene del griego y significa “tránsito”, aludiendo a las grandes cantidades de orina que producen los pacientes diabéticos. Durante siglos poco más se supo de ella, aparte de que provocaba sed y de que la orina era dulce (de ahí su apellido mellitus, miel).

Hoy se distinguen dos tipos principales: la 1, que suele suceder en niños que tienen anticuerpos contra el páncreas, y la 2, propia de adultos y que imprecisamente engloba todo aquello que no es la 1.

Pero los límites son difusos: no siempre la primera aparece en niños ni lleva anticuerpos, hay formas intermedias y, como dice el genetista Gary Churchill: “Hay cien formas de ser diabético, e implican procesos diferentes en el páncreas, el hígado, el cerebro o la grasa. Los estudios genéticos pierden fuerza porque están mirando un conglomerado de causas distintas”. La diabetes se trata con insulina o con medicamentos que aumenten la sensibilidad a ella, pero sigue sin atacarse su causa. Simplemente se ha cronificado.

Eso sí, en algún lugar hay que poner los límites de las definiciones, y profundizar en la investigación permitirá saber mejor dónde situar las líneas.

¿Tantas enfermedades como pacientes?

Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio.

Jorge Luis Borges. Funes el memorioso

Hoy día, a pesar de su nombre común, cuando hablamos de cáncer tenemos claro que no hablamos de una única enfermedad. Ni siquiera si decimos “cáncer de mama” nos referimos a una sola entidad. Su gran variabilidad “se intuía ya en el siglo XIX, pero solo se empezó a ver en los años 60, con las primeras alteraciones cromosómicas”, apunta Elías Campo, director de Investigación del Hospital Clínic de Barcelona y uno de los responsables en España del proyecto de secuenciación del genoma del cáncer. “Es en los últimos diez años cuando se han ido describiendo las mutaciones que caracterizan a algunos de ellos”, añade.

Según las peculiaridades de los tumores se ha establecido el mito de que hay 200 tipos diferentes. Pero esto “no es cierto, son muchos más”, resalta Campo. “Solo en mi campo, el de las neoplasias linfoides, se establecen ahora mismo unos cien distintos”, continúa.

Podría incluso pensarse que hay tantos tipos como pacientes, ya que no solo cada uno acumula sus propios cambios, sino que estos evolucionan con el tiempo, como el perro de Funes de las tres y catorce y el de las tres y cuarto. En el estudio de estos cambios particulares se basa la medicina de precisión que, aunque es objeto de algunas críticas, ha conseguido ya éxitos parciales en distintos tipos de tumores. Pocos discuten ahora mismo su valor.

Campo, sin embargo, pone límites a la idea: “Las enfermedades no son de individuos únicos”, subraya. En cualquier caso, esos límites no impiden una posible consecuencia: muchos de los tumores pueden pasar a considerarse enfermedades raras. En Europa se definen como aquellas que afectan a menos de cinco personas de cada 10.000, y los medicamentos para ellas disfrutan de ciertas ventajas. Pueden aprobarse más rápidamente y librarse de las tasas exigidas por algunas agencias reguladoras.

La descripción de nuevas mutaciones y particularidades está haciendo que los nombres de los tumores se subdividan y que cada uno de ellos afecte a menos pacientes. Y las compañías lo están aprovechando. De ahí que haya quien ya se pregunte si toda enfermedad es una enfermedad rara. Un nombre condiciona también la política y la economía dentro de la salud.

Repensar la medicina

Entre tanto nombre general o particular, preciso o impreciso, certero o errado, algo queda claro: no somos ni podemos aspirar a ser Funes. En algún lugar están los límites, si no queremos que nos pase como le sucedía a él, que “dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero”. La cuestión es acertar con ellos.

Querol reconoce que “de alguna manera hay que hacer las cosas”, pero añade: “Ahora que tenemos la tecnología, debemos mejorar los procesos por los que llamamos a las enfermedades. De lo contrario nos enquistaremos en la forma de hacer medicina”.

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias.

Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.