Keynes tenía una mala teoría del interés que se convirtió en la piedra de toque de todo su sistema. Para el inglés, el tipo de interés venía determinado por la intensidad de la preferencia por la liquidez, esto es, por el ansia con la que la gente quería demandar dinero. Si la preferencia por la liquidez era muy alta, los activos serían liquidados de forma generalizada, con lo que su precio caería y el tipo de interés subiría; si, en cambio, la preferencia por la liquidez era muy baja, los agentes se desprenderían de su tesorería adquiriendo activos, con lo que su precio subiría y el tipo de interés caería.
Keynes pensaba que la mayor parte de la demanda para atesorar dinero procedía de la incertidumbre sobre cuáles iban a ser los tipos de interés futuros: conforme caían los tipos de interés (esto es, conforme aumentaba el valor de los activos) cada vez más gente se formaría las expectativas de que los tipos de interés deberían subir en el futuro cercano, de modo que comenzaría a atesorar el dinero a la espera de que los tipos efectivamente subieran y pudieran adquirir los activos a un precio de ganga. El banco central podía intentar contrarrestar esta tensión alcista sobre los tipos de interés mediante operaciones de mercado abierto (expandiendo el crédito), pero aún así Keynes no confiaba demasiado en este remedio: a partir de cierto nivel, los tipos de interés se encontrarían tan bajos que las expectativas inevitablemente serían a que los tipos subieran, de modo que todo el aumento del crédito que pudiera generar el banco central sería inmediatamente atesorado por los bancos a la espera de que los tipos subieran (en lugar de destinarlo a inversiones productivas que impulsaran la demanda agregada y emplearan a los recursos ociosos).
Hoy son muchos los que sostienen que estamos inmersos en una trampa de la liquidez en la que los bancos no están dispuestos a rebajar más los tipos de interés a los que prestan su dinero. Los inflacionistas se quejan de que los tipos de interés, pese a estar poco por encima del 0%, son demasiado altos para que los empresarios quieran endeudarse e invertir; así, arguyen que la recuperación sólo llegaría por la vía monetaria si fuéramos capaces de generar tipos de interés negativos.
A Murray Rothbard le encantaba refutar los argumentos económicos reduciéndolos al absurdo. En ocasiones, esta técnica dialéctica puede merecer la pena; en otras, puede ser una finta para no entrar en el fondo de la cuestión más propia de un divulgador que de un científico. Sin embargo, esta vez no es Rothbard ni ningún economista derechoso quienes reducen al absurdo el argumento de los keynesianos, sino ellos mismos.
Hablar de la necesidad de tipos de interés negativos debería llevarles a plantearse si no falla algo en sus argumentos. Plantéese qué son tipos de interés negativos: yo invierto no para volverme más rico, sino para volverme más pobre. ¿Qué sentido tiene esto? Ninguno: argumentar que lo que necesitan las empresas para invertir son tipos de interés negativos es lo mismo que decir que son incapaces de generar beneficios, esto es, que el coste de oportunidad de los recursos que emplean es siempre mayor que el uso que pueden darle. Pero esto a su vez es absurdo, porque el coste de oportunidad se define como el segundo uso más valioso para unos recursos; entonces, ¿por qué no darle ese segundo uso más valioso y volver a generar beneficios?
Lo cierto es que la argucia de los tipos interés negativos sirve para que cualquier proyecto empresarial se vuelva viable. ¿Qué una empresa pierde cantidades astronómicas de dinero? Siempre podemos sostener que los tipos de interés no son lo suficientemente negativos, esto es, que su acreedor no le regala el suficiente capital como para compensar el resto de sus pérdidas.
Un disparate, sí. Pero los tipos de interés negativos son eso: expoliar a los ahorradores para mantener durante un tiempo proyectos empresariales inviables. ¿Por qué entonces los keynesianos no rectifican sino que se empecinan en su error? Porque todo el keynesianismo surge del dogma de que los problemas económicos siempre surgen por una insuficiencia de la demanda agregada: si gastamos más, lograremos el pleno empleo de los recursos.
Si por un momento reconocieran que el problema no pasa por gastar más, sino por producir otros productos para gastar de otra manera, entonces deberían admitir que la estructura productiva debe reajustarse y tendrían que comenzar a prestar algo de atención a los liquidacionistas-hooverianos-malísimos austriacos-teóricos de la resaca.
Por ello se encuentran en un callejón sin salida: o asumen que la economía ha llegado a un punto de madurez tal que es incapaz de generar nuevos proyectos rentables o reconocen que el problema es que la estructura productiva actual está consumiendo cantidades ingentes de capital y que debe readaptarse. A quienes opten por la primera hipótesis les recomendaría repasarse a Böhm Bawerk y a Fisher, porque la rentabilidad de las inversiones —a diferencia de lo que pensaba Keynes— no depende de la acumulación de capital —en cuyo caso deberíamos haber asistido a una caída sostenida de la tasa de ganancias desde los albores de la Revolución Industrial—, sino de la preferencia temporal (de la prima de valor de los bienes presentes sobre los bienes futuros).
¿Es entonces irrelevante que Bernanke y compañía estén obsesionados con mantener los tipos de interés por los suelos? No, en otro sitio he intentado demostrar que rebajar artificialmente los tipos de interés en momentos de depresión ralentiza el ritmo de liquidación y reajuste de las malas inversiones al incrementar el valor presente de las deudas. En otras palabras, prolonga de manera innecesaria la crisis y el consumo del capital.
No, no estamos sufriendo una trampa de la liquidez que mantiene los tipos de interés en un nivel demasiado elevado, sino una trampa de malas inversiones en las que nos hemos atascado en buena medida por unos tipos de interés que los bancos centrales se encargan por consolidar a niveles demasiado bajos.
*Esta columna fue publicada originalmente en el centro de estudios públicos ElCato.org.