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Enfermedades mentales, un padecimiento que se vive en silencio
Jueves, Agosto 10, 2017 - 12:00

Por un estigma, forjado a partir de prejuicios e ignorancia, quienes sufren de ellas, suelen ser excluidos del entorno laboral.

Nicolás lleva varias horas caminando. Va a paso lento. La intensidad del sol le ha subido el tono a su piel blanquísima y húmeda. Respira profundo y siente la frescura de esa zona boscosa entrar como una helada por sus fosas nasales. Respira profundo y escucha voces que se acercan, el crujido de dos o tres cuerpos que aligeran el ritmo de su caminar con dirección hacia él y el silbido de cualquier bandada de pájaros que pareciera huir a un sitio más tranquilo. Las voces son balbuceos incomprensibles, a veces. Nicolás se concentra y se incomoda. Trata de ignorarlos, pero la gravedad y la fuerza de las palabras se potencian de tal manera que casi siente que lo chuzan, lo tallan, lo aturden. Los cuerpos se refieren a él aunque mantienen siempre el sustantivo implícito. Lo insultan, lo persiguen, lo difaman. Nicolás no aguanta, gira el cuerpo y con las manos gesticula un “váyanse de aquí. Déjenme en paz. No me molesten”. Y con voz muy baja pronuncia un leve: “no, no… ah, no”. Pero ellos no se van, al contrario, se abalanzan contra él, “me quieren matar”, piensa, entonces corre con rapidez hasta su apartamento. Casi con la misma rapidez corren ellos. Nicolás los pierde y entra a su sitio: con afán cierra todas las persianas, corre la nevera hasta la puerta y en el balcón arrumba los muebles que más puede. Apaga las luces para que nadie sepa que está allí. “Si Lina estuviera cerca de mí para sentir la velocidad de las punzadas de mi corazón, diría con certeza que está a punto de estallar”, supone. Y se cae en un pozo oscuro y profundo, después de cuatro noches sin dormir. Las escenas regresan una y otra vez.

Nicolás no sabe que su visión del mundo y su forma de estar en él han cambiado. Y no por la barba que desde hace meses se le anidó en el rostro, o por el cabello que le llega a la altura de los hombros, o por la flacura que le produjo dejar de alimentarse bien. Tampoco se trata del lenguaje que desde hace un tiempo no articula, o de los amigos a los que dejó de ver. Su cambio se debe, más bien, a sus alucinaciones: su delirio de persecución lo acecha en todo momento y la inminencia de la muerte la tiene encima y está latente, con los tipos que, desde el día de la huida, esperan afuera de su edificio a que salga. Se debe a la niña que carece de modales y que se esconde junto a él hace tiempo. Se debe a que sus emociones son ya fantasías con autonomía propia. Suena el teléfono: “Hola, Nico, te he estado buscando, ¿estás bien?”. “No puedo hablar Annie, me van a matar”. “Pará, ¿dónde estás?”. “Aquí”. 

Annie no entiende nada, pero se va corriendo a buscarlo. La angustia de Nicolás también es suya. “¿Qué te pasó?”, se preguntó tras la impresión de verlo con aspecto de indigencia en un hogar convertido en tugurio. Pero Nicolás no podía responder nada, tenía puesta su atención en esos tipos que, aunque él apreciaba con tanta nitidez, para ella no existían. La respuesta de Annie se la dio el psiquiatra: Nicolás estaba enfermo. El cuadro clínico era bastante claro: “tiene esquizofrenia paranoide”. Trastorno mental en el que –según explicó el especialista–predominan las ideas delirantes, las alucinaciones y las alteraciones en la percepción, un trastorno sin cura, pero abordable con psicofármacos y tratamientos psicológicos, que incluyen terapias motivacionales (para concientizar al paciente de su situación y de la importancia de tomarse los medicamentos antipsicóticos), tratamientos cognitivo-conceptuales, un entrenamiento en habilidades sociales, y un factor vital durante la rehabilitación y a lo largo del proceso: el apoyo del otro (del núcleo familiar, de los amigos, de los compañeros de trabajo) y la confianza que se depositan entre sí, “pues no es tan fácil ser consciente de que estás soñando despierto”. De eso hace ya siete años.

Sin embargo, la enfermedad prensada en un par de líneas no se parece en nada a la batalla campal que significa mantenerse en una realidad compartida y no en una sarta de alucinaciones a las que la mente le cree sin medidas. Nicolás empezó el proceso de rehabilitación psicosocial interno en una clínica de salud mental, afrontando cada paso: el “no, yo no estoy loco, estoy bien, me siento bien, quiero irme a casa”; luego aceptar que tenía un trastorno, ser consciente de ese trastorno, aprender a manejarlo, y después recaer para entender que sin la medicina no se puede seguir, porque Nicolás también llegó a un punto en el que se sentía tan “como antes” que se fue al “ya no necesito más depender de los medicamentos, puedo controlarlo”, y en ese ir se cayó otra vez al fondo del abismo.  A un abismo al que se ha caído dos veces más, ya no por no aceptar la dependencia que le supone la prescripción de su psiquiatra, sino por la impotencia que conlleva un diagnóstico que te inhabilita para seguir ejerciendo la carrera que estudiaste y que no te deja continuar la vida que elegiste. 

Debido a su condición, a Nicolás le cerraron las puertas de su trabajo y de otros tantos que intentó conseguir. Que su hoja de vida viniera sellada con una especialización y un máster ya no  importaba, como tampoco importaba que llevara a cabalidad el tratamiento que su médico recetó. Porque más allá de cualquier explicación, ya no es la enfermedad sino el estigma lo que lo ha puesto contra la pared.

Sucede que la mayoría de la gente juzga con miedo y desconocimiento. El imaginario es: “las personas con enfermedades mentales no son capaces de trabajar. Son conflictivas, peligrosas. No son aptas para vivir en sociedad”. Pero eso no son más que excusas que le dan camino a la exclusión. “La razón por la que se discriminan a estos individuos tiene que ver con que todas las sociedades crean tipologías de comportamiento y de existencia para poder desarrollar sus dinámicas –comenta la socióloga Natalia Euse–. Así que lo que no se comporte y no encaje dentro de los cánones y los estándares de esas tipologías se queda por fuera: ‘ah, es que no sirve’. Cuando la verdad es que las personas con estos padecimientos, mientras estén bajo un tratamiento continuo, pueden seguir con su vida común y corriente; pero claro, culturalmente, no se tiene esa apertura mental para decir: ‘No todas las personas tenemos un mismo comportamiento psiquiátrico, mental o psicológico’, por eso no les abrimos un espacio. Hay que decir, además, que el término ‘enfermedad mental’ no se refiere solo a patologías graves, como la esquizofrenia, la psicosis o el trastorno de bipolaridad o de personalidad, también se refiere a trastornos comunes como la depresión, la ansiedad, el estrés o los casos de agotamiento o fobia social”.

Y es que no se trata solo de Nicolás, pues en Colombia el 4% de la población adulta ha padecido algún trastorno psiquiátrico, como el suyo, según la última Encuesta Nacional de Salud Mental (2015), mientras que un 9,6% ha presentado síntomas de algún trastorno afectivo, depresivo o de ansiedad. En la investigación se incluyeron las mediciones de la productividad perdida como resultado del ausentismo laboral, la diminución de la calidad del desempeño durante el tiempo de trabajo (presentismo) y los accidentes de trabajo. Sin embargo, puede leerse en los resultados de la misma encuesta: “En materia de ausentismo y trastornos mentales, las cifras no son del todo precisas, por lo cual se requiere hacer estudios específicos en la población laboral que permitan describir mejor la situación. Respecto al presentismo, los datos preliminares de esta encuesta requieren análisis en mayor profundidad para esbozar resultados conclusivos”. Y párrafos más abajo los investigadores dejan algunas recomendaciones: “Favorecer entornos laborales saludables y la implementación de programas para promover la salud mental en el ambiente laboral; establecer programas de inclusión laboral y retorno al trabajo de personas con trastornos mentales”. Hasta hoy ninguna otra encuesta ha profundizado acerca de los temas que quedaron inconclusos.

Es decir, en Colombia no sabemos, con exactitud, de qué tamaño es el monstruo, ni cómo es, pero está claro que hay que implementar medidas que ofrezcan apoyo a los trabajadores afectados para permitirles conservar su empleo o regresar a él si toman una licencia o se ausentan, en lugar de excluirlos y negarles herramientas para su reintegración. Desde el 2008, en la Resolución 2646, el Ministerio del Trabajo planteó unos lineamientos para lograr la identificación, evaluación e intervención de factores de riesgo psicosocial. Con la Ley 1616, del 2013, en teoría se fortalecieron los procesos relativos a la salud mental de la población: las Administradoras de Riesgos Laborales, junto a sus empresas afiliadas, quedaron encargadas de monitorear de forma constante los factores de riesgo psicosocial, a través del Sistema de Gestión de Seguridad y Salud en el Trabajo. Sí, contamos con una legislación que busca propiciar condiciones más idóneas para los empleados, en las que el autocuidado, la prevención, la promoción de la salud y la asistencia psicosocial laboral estén más presentes en la cotidianidad de las organizaciones. Pero los esfuerzos parecen nulos: “En el país, hoy, la empresa es muy lejana a ese tema, por ejemplo, hay un documento, que es más o menos del 2013, que se llama Cuestionario para la evaluación de riesgos psicosociales, que debe estar validado ante el Ministerio de Trabajo para poder funcionar. ¿Las empresas lo implementan? Sí, pero solo por cumplir con el requisito. Cuando salen los resultados de la aplicación de ese cuestionario, no hacen nada, no hay un monitoreo real de la salud mental”, dice al respecto Luis Felipe Londoño Ardila, especialista en psicología de las organizaciones y del trabajo.

En el ámbito laboral necesitamos más pedagogía y reconocimiento de las relaciones de interdependencia que se dan entre trabajadores, organizaciones y Estado. Lo que pasa es que no es tan fácil: “Nadie se empeña en emprender campañas que involucren y que hagan responsables a las instituciones laborales, educativas o al Estado mismo. Campañas que les permitan entender que tener en su círculo a una persona que padece trastorno bipolar, esquizofrenia o depresión no es un obstáculo, sino, más bien, una oportunidad para propiciar ambientes favorables para ellos, para enseñarles a manejar el entorno y a combatir las brechas de exclusión que se han creado en cuanto a este tema”, argumenta Natalia. Esto lleva a pensar que, al final, el problema radica en la forma en que categorizamos algo como correcto o no y en la manera en que construimos la cultura, las ideas y los imaginarios colectivos: “Para nosotros, la psicología es muy nueva —aclara Luis Felipe—. Hasta hace muy poco las personas no iban al psicólogo.  Lo mismo pasa en las empresas: apenas se está implementando. Lo que se hace desde la psicología organizacional es adecuar el relacionamiento entre personas con sus tareas y metas, ¿cómo? Se hace un acompañamiento de principio a fin con el personal seleccionado para que conserven o aumenten las competencias con las que entraron. En el mundo en el que estamos todo va muy rápido y no hay tiempo para detenerse, pensar y acompañar al otro, es más importante la productividad y el placer. Tal vez por eso no existen aquí centros de rehabilitación laboral y cuando tenemos algún empleado que tiene una depresión grave, con riesgo de suicidio, lo que hacemos es llamar a un familiar para que lo recoja y se vaya con él para la EPS. El médico general le manda los medicamentos y lo incapacita hasta que lo vea un psiquiatra. Después lo que se hace es preguntar cómo ha seguido, en qué tratamiento está”.

Quizá fueron todas estas razones juntas (no sirvo, no me necesitan, todos me tienen miedo porque creen que los voy a matar o a golpear, nadie le da trabajo a un enfermo mental) las que llevaron a Nicolás a hacer de su enfermedad un fantasma mudo: está a punto de cumplir 41 y desde hace dos años se encarga de los informes financieros de una empresa mediana. Solo tiene que ir una o dos veces por semana a la oficina. No le ha contado a nadie de su dictamen, por eso nunca dejó de pagar de su propio bolsillo el recibo de su medicina prepagada. A veces viaja y a veces va a cine con Annie. A veces Annie le ayuda a quedarse en este mundo. A veces le escribe cartas a Lina (su eterna compañera), con la esperanza de que el viento le suba hasta el cielo los mensajes. A veces toca la guitarra sin cantar, porque las palabras siempre salen de su garganta como atrapadas por una ganzúa. 

***

Nicolás y yo estamos sentados sobre un sofá color marrón, pero él no me mira cuando me habla, prefiere dejar sus ojos colgados en una gata que hace rato le desamarró los cordones de los zapatos. “¿Cómo se llama?”.  “Idea”, le digo. “¿Idea?”. “Sí, como la poeta”. “‘Uno siempre está solo / pero / a veces / está más solo’, ¿esa?”. “Sí, esa”. Los dos vemos atentos al animal, hasta que la voz de él, suave e inconsistente, rompe la sensación de quietud que hasta ese momento nos habitaba:  “¿Sabe, Nátaly? Un muy buen amigo con el que compartí dictamen médico (él ya no está), me dijo alguna vez que hay otras enfermedades mentales o de la conducta que no se diagnostican y que son socialmente aceptadas por la costumbre de verlas en el entorno: no hay inyecciones que alivien la sintomatología enfermiza de aquellos a los que no les importa ver sufrir a los otros, de los que están tan preocupados por su búsqueda de la perfección que rechazan todo aquello que se sale del canon. No hay nadie que pretenda curar la indiferencia, el egoísmo, el rechazo hacia los que en algún momento percibimos la realidad de un modo diferente. A esto se le llama estigma. Y somos nosotros los que tenemos que sufrir las consecuencias”.

Por petición de las fuentes (Annie y Nicolás), sus nombres fueron cambiados. 

Autores

Nátaly Londoño / Cromo de El Espectador