La nueva ley de alcoholes que entró en vigencia hace poco más de un mes en el territorio chileno no ha pasado desapercibida. Está obteniendo grandes resultados en la accidentología nacional, datos primarios que ya indican una baja importante de la casuística por accidentes bajo el manejo en estado de ebriedad: 75% menos de accidentes es un dato más que importante como para considerar que la ley es un éxito total.
Pero ¿que pasó con el turismo y la gastronomía? Los restaurantes más cautos reconocen pérdidas del 25%/30%; distribuidores de vinos y licores, sin querer dar la cara, reconocen una caída abrupta de las ventas para el mercado de hoteles, restaurantes y casinos de 40% en la capital y hasta de 50% en regiones. Asimismo, el personal ligado a la gastronomía es otro muro de los lamentos, donde la propina representa a lo menos el 50% de sus ingresos.
Dentro de esta amargo escenario, quienes se han visto más afectados son los polos gastronómicos periféricos, donde para salir a un punto de encuentro para cenar con amigos se llega en automovil.
Otro de los afectados es la industria del vino y del pisco, donde el vino recibe el menor impacto por la constitución de su cartera de ventas, ya que los que más exportan menos repercusión local tienen. De una manera u otra, si esto no es alarmante, no se cómo podemos llamarlo, dicen los operadores.
Tal como fue dispuesta la ley, esta no toleraba una copa de vino sin recibir por lo menos una infracción de US$100 como mínimo hasta llegar a .03 (ml/gr), un rango donde las penas se demonizan con consideración. Sin embargo, se logró espontáneamente demostrar a los legisladores que habían cometido un error a través de la enmienda “Ernesto Belloni“, nombre del comediante chileno que fue multado por más de US$100 después de cenar con menos de una copa de vino. Fue luego de darse a conocer esta infracción, la que fue estrujada por los medios de farándula local, que se modificó el reglamento quedando en 0,03 la base infraccional de consumo de alcohol durante la conducción de vehículos.
¿Estamos frente al nuevo toque de queda del siglo XXI? Es una de las preguntas que se hace una gran cantidad de involucrados: clientes, mozos, dueños de restaurantes, vendedores, distribuidores y viñas. Todos clientes de una industria local que ¿ayudó a sus asociados en el cambio? La respuesta a esta pregunta es un silencio que se pierde en el horizonte.
La respuesta del mercado gastronómico/vitivinícola ha sido pasivo, es más, se encontró con un tremendo problema que aún no tiene solución; se escuchan llantos y palos de ciegos. Mientras el periodismo gastronómico, los críticos especializados y los redactores no han mencionado una palabra en sus columnas sobre el tema.
Por mientras, medidas paliativas, como la de algunos restaurantes y pubs que a través de un taxista amigo han conseguido que se mantengan en las afueras de los locales en una especie de punto fijo que asegura el traslado de los clientes; viñas y distribuidores han planificado el servicio incluso de mini buses de acercamiento, y otros empresarios se han atrevido a regalar su ganancia con tal de incentivar al conductor que no consume. En el fondo, palos de ciego. Si ni las viñas se han dado cuenta que con esta ley debe ponerles chofer a sus enólogos para no infringir la legalidad.
La decantación de este problema aun no oxigena. Este vino está cerrado y la industria aún no se da cuenta de que tiene un problema mayúsculo que no tiene respuesta. Lo paradojal es que si miramos a países más desarrollados, estos prefirieron la prevención y la educación y no fueron por la vía de estrangular al turismo y la gastronomía, base cultural de todo pueblo.





