Ante la creciente demanda por alimentos, Brasil avanza hacia un predominio de cultivos genéticamente modificados. Un tema de productividad, aunque no todos están convencidos.
Sea cuando sea que haya nacido la aspiración brasileña de convertirse en el granero del mundo, probablemente la modificación genética de los cultivos no estaba en mente de nadie. Se trata de una tecnologia que, según sus defensores, podría tornarse imprescindible para hacer frente a la crciente demanda por alimentos. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la producción mundial de alimentos deberá duplicarse para hacer frente a la población de 9.000 millones de habitantes que tendrá el planeta en 2050.
La tecnología permite hoy la creación de variedades biológicas con genes provenientes de otras especies, para darles nuevas características y atributos. La resistencia a plagas, herbicidas y condiciones climáticas adversas como la sequía son parte de estos beneficios. Según cifras de ISAAA (Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agrobiotecnológicas), durante 2011 se plantaron 160 millones de hectáreas de cultivos transgénicos, contra 148 millones de 2010. Detrás de esta ofensiva mundial de los transgénicos hay 16,7 millones de agricultores distribuidos en 29 países.
El origen de estos cultivos en Brasil se remonta a 1997 con unas pocas semillas que, se dice, habrían entrado de contrabando desde Argentina. No tardó mucho para que se diseminaran, forzando al gobierno brasileño a sacar los cultivos de la ilegalidad y permitir su uso en 2003. Hoy Brasil es el segundo país del mundo en superficie cultivada con OGM (organismos genéticamente modificados). Actualmente hay 30,3 millones de hectáreas en Brasil dedicadas a transgénicos, principalmente de soya, maíz y algodón, según cifras 2011 de ISAAA. Totalizan un 38% del área agrícola del país y representan el 17% de los granos transgénicos producidos en el planeta. Aún lejos de los 69,9 millones de hectáreas transgénicas que posee EE.UU. según ISAAA. Pero con crecimiento mucho más rápido.
Nuevas confianzas. Las promesas de una productividad 10% superior demoraron en seducir al agricultor brasileño Eltje Loman, del Grupo ABC. Formado por las cooperativas agropecuarias Capal (Arapoti), Batavo y Castrolanda, este consorcio consideró que no había razones para abandonar la soya tradicional. “En esa época, juzgamos que las variedades puestas a disposición no eran eficientes”, recuerda Loman. Su premisa entonces era “ver para creer”. No fue sino hasta 2008 que el grupo consideró con seriedad los granos modificados. Hoy los transgénicos ocupan un 70% de las 100.000 hectáreas de ABC.
Loman reconoce que ABC pudo haber adoptado tardíamente la tecnología, pero, en compensación, su productividad (3,4 toneladas de granos por hectárea), es superior al promedio nacional brasileño de 3 toneladas. Según el agricultor, lograr estos resultados no esconde ningún secreto. Todo consiste en seguir al pie de la letra las orientaciones de conducción del cultivo: hacer rotación de plantaciones y herbicidas con principios activos diferentes, seguir el calendario de sus aplicaciones y respetar el 10% de la zona de refugio exigida por la ley. Esta última es una especie de barrera formada por granos convencionales en torno de los transgénicos, para preservar las cosechas tradicionales vecinas de algún riesgo de contaminación por los genes modificados. Este ítem suele encabezar los argumentos contra los cultivos modificados.
Otros beneficios de los transgénicos incluyen una reducción de los daños al medio ambiente, según comenta Adriana Brondani, directora ejecutiva del Consejo de Informaciones sobre Biotecnología (CIB) de Brasil. Su defensa se basa en un análisis encomendado por Abrasem (Asociación Brasileña de Semillas y Mudas), realizado entre 1996 y 2009 con 360 productores en 10 estados brasileños. Los resultados señalan que hubo un menor consumo de agua y de petróleo diésel y 357.000 toneladas menos de CO2 emitido en la atmósfera.
Hoy es imposible imaginar el campo brasileño sin transgénicos. Ya hay cierta institucionalidad en el país sudamericano: desde 2004 las plantaciones están sujetas a la aprobación de la CTNBio (Comisión Técnica Nacional de Bioseguridad de Brasil). Además, en laboratorios públicos y privados los científicos locales ya desarrollan semillas de productos económicamente estratégicos, como la caña de azúcar tolerante a la sequía o el eucaliptus con potencial de producir más celulosa.
Algunos dicen no
A esta corriente a favor de los transgénicos se le suman inevitablemente voces críticas. El productor brasileño Neri José Chiarello prefiere continuar con lo que ha hecho desde hace 23 años: la plantación de soya y maíz convencionales. Neri y otros 60 productores de soya son responsables por el cultivo del 28% del área plantada con semillas convencionales en el país. Componen el programa Soya Libre, creado en 2010 para proteger 18 variedades del grano tradicional en sociedad con agricultores, investigadores, fábricas de semillas y agroindustrias. Así la opción por el cultivo de semillas no transgénicas ha mostrado ser también un buen negocio, en especial para la exportación.
Brasil es el principal abastecedor mundial de soya y el costo promedio del grano convencional en la última cosecha fue 14,68% inferior del genéticamente modificado. Además, los productores de soya tampoco deben pagar derechos a la empresa que posee la patente de la tecnología. De hecho, en Estados Unidos, el costo del royalty es de US$ 1,30 por kilo de semilla.
A pesar de existir defensores de ambos lados, no es posible afirmar quién gana más. Hoy los productores de variedades convencionales y de OGM alcanzan productividad y precios semejantes. Es sólo que la ventaja de los transgénicos está en la facilidad de conducir un cultivo.
No obstante, el productor Neri José Chiarello alerta que no basta sembrar cosechas tradicionales para garantizar la venta diferenciada. “Es necesario cuidar desde la hora que se planta hasta la colecta y el almacenamiento”, dice. El proceso incluye la limpieza de piezas específicas de plantación, recolección, almacenaje de granos en un galpón seguro y recoger siempre primero las cosechas tradicionales y después las genéticamente modificadas para quien planta las dos. Ambas deben separarse por una barrera formada por vegetación de 20 metros.
Además, por patrones internacionales, la contaminación de un lote debe estar bajo el 0,1%. Si hubiese al menos un grano de maíz o soya genéticamente modificada por cada mil convencionales, la carga deja de ser considerada no-transgénica, comprometiendo la venta.
La preservación de materias tradicionales forma parte de la riqueza genética de un país, en la opinión del biólogo Gilles Ferment, consultor de la FAO para la agricultura familiar en el país. “Es una misión ardua”, afirma. El científico manifiesta preocupación por la rotulación de los productos, exigida según un decreto brasileño de 2003. Éste determina que los alimentos que contienen más de un 1% de transgénicos en su composición lleven una identificación específica. Ley que, según el Instituto de Defensa del Consumidor, la casi totalidad de los fabricantes del país sudamericano no sigue.
Para los opositores, el debate no avanzó tanto como el dominio de esta tecnología. Les gustaría ver una posición más crítica por parte de los consumidores, como ocurre en Europa.
Rodrigo Santos, vicepresidente comercial de Monsanto en Brasil, tacha de contradictorias las reticencias europeas. “Ellos importan granos modificados de Brasil, Estados Unidos y Argentina para alimentar animales”, dice.
A pesar de que pasaron ya 15 años desde que las primeras semillas hicieron su irrupción en Brasil, todavía hay mucha resistencia. Es usual que integrantes de ONGs promuevan manifestaciones e invasiones en áreas sembradas con semillas transgénicas para sensibilizar a la opinión pública. Además de difusión en las redes sociales.
Transgénicos 2.0. Pese a lo anterior, la tecnología continúa rompiendo fronteras. Los transgénicos llegaron a su segunda generación, también conocida como 2.0. “La primera traía ventajas para el productor, con semillas resistentes a insectos y tolerantes a herbicidas. La nueva generación está enfocada en alimentos con mayor valor nutricional, con más vitaminas, proteínas y aminoácidos”, explica Adriana Brondani, del CIB. Como el nuevo tipo de canola que produce aceite con omega-3 que desarrolla Basf en sociedad con Monsanto.
Ahora el desafío es mejorar las condiciones técnicas de transporte para exportar estos productos y mejorar la competitividad internacional de Brasil en el mercado transgénico. Para Evaristo Eduardo de Miranda, doctor en ecología e investigador de la agencia estatal de investigación agrícola brasileña (Embrapa, por sus siglas en portugués), Brasil sólo será el granero del mundo si hubiese una caída en el costo de producción. “No habrá mercado para quien produce alimento caro”, explica.
Según la Confederación Nacional de la Agricultura, Brasil invierte apenas el 1% de su PIB en infraestructura. Eso permite que argentinos y estadounidenses gasten menos para llegar hasta un puerto de exportación. Hoy el 60% de las mercaderías brasileñas viaja por carreteras, un trayecto reconocidamente inseguro y económicamente desventajoso comparado con las ventajas de mejorar el sector portuario.
Con la reciente llegada del brasileño José Graziano al comando de la FAO, no está claro aún si habrá un viraje o no en las directrices de la entidad en materia de transgénicos. Graziano nunca escondió que está contra las culturas genéticamente modificadas. Para él, hasta ahora no se ha probado que la adopción de transgénicos haya reducido el precio de los alimentos y que ese beneficio haya beneficiado a la población más pobre del planeta.
El gobierno brasileño, a su vez, liberó el uso de las semillas genéticamente y no se ven señales de vaya a dar marcha atrás.