Pasar al contenido principal

ES / EN

Nostalgia: La nueva arma favorita de la industria del cine
Martes, Agosto 27, 2019 - 11:00

Aladdin, El Rey León e incluso Matrix, son todos títulos clásicos de otro tiempo que están renaciendo en la cartelera contemporánea, pero ¿por qué?

Una mirada rápida a un listado de películas y series recientes o próximas a estrenarse permitirá reconocer en este varios títulos familiares, conectados a franquicias o producciones que tuvieron éxito en el pasado, y que los estudios están buscando capitalizar. La reciente noticia de que una cuarta entrega de The Matrix, con los actores originales, llegará a las salas de cine después de casi veinte años parece confirmarlo: la prevalencia de secuelas, precuelas, spin-offs y remakes en pantallas tanto grandes como pequeñas se siente más marcada que nunca. ¿Pero por qué?

Es verdad, esta práctica no se trata en lo absoluto de una novedad, pero sí es una tendencia que parece estar representando una parte importante de la industria: en años recientes las secuelas y precuelas han llegado a conformar aproximadamente un tercio de las cien películas más taquilleras cada año —eso sin incluir las que son remakes, reboots, spin-offs y todos esos términos que Hollywood utiliza para referirse a este material masticado—, y las breves temporadas inéditas que retoman pasadas series exitosas (como es el caso para 24, Gilmore Girls, Will & Grace y pronto Gossip Girl) son cada vez más frecuentes, en especial en los servicios de streaming. Esto no necesariamente refleja una mayor tendencia hacia el reciclaje de contenidos por parte de los estudios, pero sí puede sugerir un incremento en el interés por parte de las audiencias, que hace de estas producciones inversiones bastante llamativas y potencialmente lucrativas.

Sin embargo, a pesar de su aparente popularidad, no todas estas extensiones de series y franquicias logran la adoración que se espera por parte del público —aquella que las ediciones originales disfrutaron— y en ocasiones muchas han sido objeto de fuertes críticas. No es extraño oír hablar de una crisis de creatividad en la industria, y para muchos es difícil ver estas nuevas producciones como algo distinto a una estrategia netamente comercial.

Un excelente ejemplo de esto, con el que muchos estarán familiarizados, es el relanzamiento de clásicos animados de Disney, esta vez en versión live action. Todas estas entregas han sido recibidas de distintas maneras y a su turno atacadas por diversas razones, pero el común denominador parece ser que sus debilidades no yacen en lo que estas películas son, sino efectivamente en lo que no son. Mientras que el remake de La bella y la bestia fue aclamado críticamente por ser una fiel adaptación del clásico de 1991, con gran atención al detalle, muchos fans de la original, a pesar de haberla disfrutado, alegaron que le faltaba “un algo”. Aladdin y en especial El rey león, por su lado, recibieron fuertes críticas por haber buscado lo mismo, en estos casos la atención al detalle siendo tildada de un lamentable intento de calco que no logró el impacto del filme original.

Siempre se denuncia a los actores por "no tener el carisma de los originales", a la música por “no inspirar la misma emoción", o a los visuales por “no deslumbrar como en la versión animada". Para colmo de males, la noticia de que la adaptación de Mulán buscará tener esencia propia y se distanciará de la original al no ser un musical y prescindir de ciertos personajes principales del clásico animado, también fue recibida con críticas. O sea, malo porque sí, malo porque no.

Esto ocurre porque en ninguno de los dos casos —replicando o alterando la obra— es posible lograr un producto que contenga aquello que las personas realmente buscan: la esencia exacta de la original. En nuestras cabezas existe preservada una versión idealizada de estas antiguas producciones y, por más que se lanzare una adaptación deslumbrante, capaz de tener un mismo impacto a través de su actuación, música, guión, o lo que fuera, aquella pátina que la original ha adquirido con el pasar de los años, endulzada por las memorias de épocas más simples y la noción de que “todo tiempo pasado fue mejor”, la hace perfectamente inalcanzable.

Es este el poder de la nostalgia, un sentimiento que puede traer estas producciones a la vida y de igual manera condenarlas a muerte. Para los estudios es un arma de doble filo: levanta tanto millonadas como tierreros. En últimas, es cuestión de saber pisar terrenos sagrados con delicadeza y construir sobre lo que existe en lugar de simplemente expandir o reutilizar.

La prevalencia de la nostalgia como motor creativo de estas industrias, sin embargo, no se detiene ahí: mientras que por un lado se busca atraer audiencias al revivir producciones y personajes del pasado, por el otro se intenta reanimar este pasado en sí. El otro recurso nostálgico que ha visto crecer su popularidad en años recientes es el de ambientar historias y personajes originales en épocas icónicas que hoy en día se encuentran idealizadas.

El mejor ejemplo de esta práctica (y uno ejecutado a la perfección) es la exitosa serie de suspenso Stranger Things: un homenaje —una veritable carta de amor, si me preguntan— a la década de los ‘80s. Bajo esta técnica, la época que envuelve la historia se convierte en una protagonista más. Las múltiples referencias a la cultura popular del momento a través de música, moda, productos y la estética general que marcó esta década fueron uno de los más contundentes factores que jugaron en su rotundo éxito (en adición a su excelente historia e increíbles actuaciones), y son la clave para captar la atención de las audiencias. Desde pequeños detalles como la publicidad que había en televisión o el look de las cajas de cereales, a otras inclusive más sutiles como el manejo de cámara reminiscente de la dirección de Stephen Spielberg logran hacer de esta serie un epítome de los ‘80s.

Pero Stranger Things no sólo fue exitosa entre espectadores que vivieron esta época en furor. Para muchos jóvenes que nacieron después, su aura general es inmensamente llamativa y fascinante. Esto se conoce como nostalgia cultural, y consiste en percibir épocas que nos preceden y que conocemos únicamente a través estas vislumbres idealizadas —de la distorsionada memoria ajena— como tiempos interesantes, encantadores, y en ocasiones preferibles al actual.

Es básicamente lo que ocurre en el clásico moderno de Woody Allen, Midnight in Paris, donde el protagonista, Gil Pender, sueña con haber vivido en París durante los años veinte, convencido de que se trata de la “época dorada”, sólo para luego descubrir que los habitantes de esta misma la consideran sin encanto y preferirían vivir en alguna otra anterior e igualmente idealizada. Uno de los personajes argumenta que esta noción errada es a causa de cierta inhabilidad humana para lidiar con el presente.

Se ha hablado mucho sobre cómo los Millennials son una generación “atrapada en el pasado” cosa que los hace el principal objetivo y combustible de estas estrategias comerciales que buscan atraer audiencias al ofrecerles una ventana al pasado. Pero la realidad va mucho más allá de eso. No se trata de que los Millennials sean una generación que “se niega a vivir en el presente”, sino que se encuentran en una coyuntura particular.

Estudios sobre la nostalgia han descubierto que este sentimiento se manifiesta con mayor frecuencia en momentos de inestabilidad e incertidumbre, y por ende en jóvenes adultos. Al ser la primera generación de nativos digitales en enfrentarse a las turbulentas épocas de los veinte y treinta años, y al subsecuente peso que implica independizarse, se ven naturalmente atraídos a contenidos que les recuerdan a su infancia y a los que esta era de información les ha brindado un acceso fácil e inmediato. Es evidente que esta promesa de regresar a un cálido pasado libre de responsabilidades y preocupaciones los llama como un dulce e irresistible canto de sirenas. Adicionalmente, su fuerte conciencia de las problemáticas sociales, ambientales y políticas que enfrenta el mundo actual agudiza la antedicha nostalgia cultural, haciendo épocas pasadas considerablemente más llamativas.

La nostalgia no se limita a los Millennials porque es un sentimiento universal que se manifiesta de diversas maneras. Está presente en toda cultura y toda generación humana, siendo mencionado en el Antiguo Testamento y uno de los principales conceptos de La Odisea de Homero. Por milenios se consideró una enfermedad, y en épocas más modernas se le conocía como “el mal suizo” debido a que se observaba principalmente en mercenarios suizos que luchaban para ejércitos extranjeros, y que añoraban la topografía montañosa de su hogar. Bajo esta hipótesis médica se le bautizó en el tardío Siglo XVII con el nombre que hoy conocemos, uniendo los términos del griego antiguo νόστος (‘nóstos’, regreso al hogar) y ἄλγος (‘álgos’, dolor).

La nostalgia en realidad no extraña una época específica, sino un estado de ánimo. A través de la selectividad de la memoria, se filtran o atenúan todas las experiencias negativas de una época específica para preservar y engrandecer las positivas, así percibiéndola como definida por un sentimiento de felicidad. La versión del pasado que se extraña realmente nunca existió y nuestra mente nos engaña al hacernos creer que visitar sitios o hacer actividades (o bien ver películas) de esa época logrará recrearla. La naturaleza agridulce de la nostalgia yace precisamente en el hecho de que es imposible revivir el pasado de la manera en que nos gustaría porque, paradójicamente, ya ocurrió y nunca ocurrió.

Por deprimente que esto pueda sonar, los estudios sobre la nostalgia han determinado con cada vez mayor certeza que este sentimiento es, en su defecto, algo inmensamente positivo. Cumple lo que se denomina una “función existencial” que ayuda a combatir la ansiedad y la depresión —contrario a lo que se creía en el pasado— al darnos el sentimiento de que llevamos vidas con valor llenas de experiencias positivas y constructivas que hoy nos brindan calor y felicidad. Al igual que a Ulises en su viaje a Ítaca, estas memorias de un hogar nos dan la fuerza para seguir adelante.
La capacidad de reflexionar sobre nuestra vida y ver en ella una transformación, mientras que ciertas cosas positivas, como relaciones o pasiones, se han preservado, nos hace sentir que tenemos raíces y continuidad hacia un futuro. En las palabras del ilustre Ernesto Sabato: “vivir consiste en construir futuros recuerdos”, y es a través de dejarnos llevar por la nostalgia y rememorar sobre buenas épocas pasadas que nos volvemos conscientes de esto.

Así que, con tantos aspectos positivos detrás de la nostalgia, deberíamos permitirnos romantizar el pasado con tranquilidad, siempre siendo conscientes de que, si trabajamos por construir un futuro y disfrutamos del presente, nuestra vida se sentirá más plena… Ah, y deberíamos tal vez no tomárnoslo tan a pecho la próxima vez que un estudio decida rehacer un clásico de nuestra infancia.

Instagram: @DanielCarrenoLeon  

Autores

Daniel Carreño/ El Espectador