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España: los costes económicos de limitar la velocidad en carretera
Mié, 16/03/2011 - 09:14

Lorenzo Bernaldo de Quirós

Un Nobel liberal
Lorenzo Bernaldo de Quirós

Presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España, y académico asociado del Cato Institute.

El gobierno socialista ha decidido limitar la velocidad en las carreteras con la finalidad de reducir el consumo de fuel (gasolina). Esta medida de corte netamente intervencionista responde a la “necesidad” de reducir la factura petrolífera de España ante el alza del precio del crudo causada por las revueltas que asolan a los países productores. 

Si cuanto más corra un vehículo, mayor es su consumo de gasolina o de gasóleo, la conclusión evidente es que limitar la velocidad se traducirá de manera inevitable en un descenso del mismo. De este modo, podría neutralizarse o disminuir de manera significativa el impacto negativo sobre la economía española del encarecimiento del petróleo y de sus derivados. Esta sabiduría convencional es una falacia y así lo demuestra la teoría económica y una amplia evidencia empírica.

En 1974, el gobierno estadounidense promulgó la National Speed Law que limitó la velocidad en las autopistas y carreteras interestatales de los EE.UU. a 55 millas por hora. Junto a otras iniciativas, ésta fue la respuesta de la Administración Nixon al choque petrolífero provocado por la decisión de la OPEP de elevar los precios del crudo. La legislación estuvo en vigor hasta 1995 y su efecto sobre el consumo de fuel resultó insignificante: un descenso del 1 por 100 en las dos décadas de vigencia de la restricción. Por el contrario, Alemania no estableció restricciones de esa naturaleza en sus autopistas, salvo un breve experimento en 1979, y el coste agregado sobre la economía de un petróleo más caro cayó 3 por 100 entre 1973 y 1979 (Ver Milton R. The High Cost of the 555 Mph Speed Limit, Heritage Foundation, 1986).

La limitación por decreto de la velocidad en las rutas genera efectos económicos negativos. De entrada aumenta el tiempo para llevar a los destinos pasajeros y mercancías, lo que incrementa los costes del transporte, reduce la productividad total de la economía y altera de manera artificial la competencia entre los distintos medios de transporte. 

Además, hay también un coste de oportunidad asociado a la dedicación temporal y al esfuerzo que la policía debe emplear para hacer efectivo el cumplimiento de la normativa limitadora. En concreto parecería ser más productivo para la sociedad utilizarla para prevenir y combatir otro tipo de delitos que para capturar a potenciales “fitipaldis”. 

Si la restricción fuese eficaz, que no lo es, y los conductores consumiesen menos gasolina o gasóleo, los ingresos para el Estado procedentes de los impuestos que gravan esos productos caerán, lo que no parece ser una buena noticia para países como España, con un déficit y una deuda pública tan altos. Para más inri, donde se concentra el grueso del consumo de gasolinas y de gasóleos es en la circulación urbana y a ésta no le afecta la restricción gubernamental.

Por otra parte, el mercado buscará y encontrará medios para sortear las restricciones impuestas por la legislación. En el margen, siempre habrá gente dispuesta a “jugársela” y violar la norma. Aunque se asuma que ese colectivo es una minoría, los desarrollos tecnológicos permiten a la mayoría eludir buena parte de las normativas de tráfico, en especial, en el caso analizado. 

Así, por ejemplo, las modernas tecnologías, de uso creciente por parte de los conductores, permiten detectar los radares que controlan la velocidad y sortearlos con una considerable facilidad. Desde esta perspectiva, la capacidad de burlar la normativa restrictiva es relativamente sencilla y barata, en tanto la posibilidad de hacerla cumplir de manera efectiva presenta costes crecientes y prohibitivos; léase, inundar las carreteras españolas de policías.

Si el gobierno quisiera de verdad limitar la velocidad en las rutas terrestres españolas, tendría a su disposición dos medidas mucho más eficaces para conseguir esa meta: forzar a los fabricantes a que sus vehículos no sean capaces de superar los límites establecidos por la legislación; hacer carreteras de peor calidad para que la ecuación riesgo-velocidad se ajustase al óptimo deseado. Obviamente, cualquiera de esas dos alternativas es un disparate y produciría efectos contrarios a los esperados. La primera supone una injerencia inaceptable en el principio de libertad de empresa y un desincentivo para la innovación; la segunda conduciría a elevar los niveles de mortalidad por accidentes. Las carreteras son más rápidas y seguras y los coches más veloces y seguros para reducir un coste intangible de producción: el tiempo.

Cuando las razones que han llevado a adoptar una intervención estatal desaparecen, las autoridades se inventan otras para mantenerla. El subproducto de la tesis a favor de los límites de velocidad es su supuesta reducción de las muertes por accidente de tráfico. Este fue el argumento utilizado por numerosos gobiernos para prorrogar los planes de emergencia aprobadas para afrontar la crisis petrolera. 

Aquí, de nuevo, la sabiduría convencional se ve desmentida por los hechos. En Alemania, los fallecimientos en carretera son proporcionalmente inferiores a los registrados en Francia que tiene una de las normativas más duras en cuanto a la velocidad de circulación de vehículos de todo el Viejo Continente. La razón no es la mayor prudencia de los conductores alemanes o la menor potencia de los vehículos que circulan por sus rutas, sino que las autopistas alemanas son mejores que las francesas.

Para que las consecuencias negativas de la subida del precio petróleo sobre la economía española disminuyan, el camino es doble. Por un lado, hay que dejar jugar a las fuerzas del mercado para que busquen y encuentren alternativas eficientes para mejorar la utilización y el consumo de crudo; por otro, es imprescindible diseñar un plan energético, ajustado a las posibilidades económicas del país, que haga posible rebajar la dependencia de esa fuente de energía. 

Finalmente, dada la restricción presupuestaria del consumidor, si el crudo se encarece o bien se consume menos ese producto o bien se consumen menos otros bienes y servicios nacionales o importados. El gobierno ha optado una vez más por un “intervencionismo de parche” incapaz de afrontar el problema de fondo y, como todas sus iniciativas, es para salir del paso aunque en este caso ni siquiera servirá para eso.

*Esta columna fue publicada originalmente en el centro de estudios públicos ElCato.org.

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