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Una historia violenta
Jueves, Abril 19, 2012 - 17:13

Nacidas de la exclusión y fortalecidas por la propia guerra contra las drogas, las maras centroamericanas son una preocupación tanto en EE.UU. como en sus países de origen. Pero sin un enfoque integral seguirán causando daño.

A pocos kilómetros del cuartel general de la CIA, en la capital de EE.UU., miles de jóvenes en riesgo social pertenecen a las pandillas latinas comúnmente llamadas maras. Son fichas funcionales de los conglomerados transnacionales, que en los últimos años han aumentado las actividades tanto en Centroamérica como en EE.UU.

“Usan las maras para el transporte, logístico y distribución local de drogas...y en algunos casos (pero no todos), las maras son ‘el brazo fuerte’ de los carteles mexicanos en la región”, dice James Bosworth, analista de seguridad con sede en Nicaragua y años de experiencia en asuntos centroamericanos.

El Salvador, Honduras y Guatemala componen una zona con las tasas de homicidios más altas del mundo, las que han aumentado de forma drástica en los últimos años. La violencia desmedida es el resultado de varios factores: debilidad del Estado de derecho, impunidad generalizada, pobreza endémica y, ahora, una nueva forma corporativa de manejar la actividad criminal. Es el resultado paradojal de la propia guerra contra el narcotráfico.

En los 80 y comienzos de los 90 miles de jóvenes latinos ingresaron a pandillas como la Mara Salvatrucha, en el este de EE.UU., o la 18th Street Gang en Los Ángeles. Era su única opción de pertinencia, y en los 90 comenzaron a ser deportados masivamente de regreso a Centroamérica. Allí, sin conexiones ni identidad, profesionalizan su organización en las cárceles y se transformaron en una verdadera hidra. Han renovado su presencia y redes en EE.UU. mediante células que reclutan a jóvenes latinos sin redes de protección social. Las agencias de seguridad de EE.UU.calculan que las maras tienen hoy más de 170.000 miembros en diferentes países.

También fue durante los 90 cuando los carteles colombianos se instalaron como principales proveedores de drogas a los traficantes de Centroamérica. Una consecuencia directa de los obstáculos puestos por parte del gobierno de Reagan en la ruta que involucra el puerto de Miami.

El modelo de negocio era simple. Básicamente, los grupos extranjeros pagaban a los traficantes centroamericanos por un pasaje seguro y confiable de sus productos. Las familias o redes locales (denominados ‘transportistas’) percibían una ganancia modesta. El tráfico de drogas ocurría junto con otros tipos de contrabando, especialmente de personas y artículos esenciales (por ejemplo, arroz, gasolina). Las mismas redes y los mismos capos participaban junto a terratenientes, empresarios, benefactores y líderes locales. Los capos construyeron caminos, clínicas, canchas de fútbol, garantizaron el orden y la seguridad en las calles y fuentes de trabajo. ¿Habrían logrado todo esto sin la protección de militares, servicios de inteligencia y los funcionarios de gobierno? Difícilmente. Era un sistema comercial estable y sin mucha violencia asociada. Hasta que todo cambió.

Represión y rearme. A fines de los 90 las acciones militares y policiales cada vez más agresivas del gobierno colombiano redujeron la capacidad de los carteles locales para manejar las rutas internacionales. Simultáneamente, los acuerdos políticos en los países centroamericanos y la desmovilización de los ejércitos rearmaron las redes y relaciones que controlaban el tráfico centroamericano. Con menos influencia colombiana, nuevos socios y proveedores se acercaron desde México. El sistema comercial se desmoronó con múltiples arrestos de ‘transportistas’. Aparecieron nuevas prácticas, como el robo de drogas en tránsito y su reventa, más conocida como ‘tumbe’.

Los grupos mexicanos introdujeron nuevas prácticas. El cartel del Golfo se posicionó con una respuesta paramilitar a través de los Zetas, grupo organizado y entrenado en gran medida por ex militares de operaciones especiales mexicanos que combatían el narcotráfico. La especialidad de los Zetas es el ataque rápido y clara disposición de matar incluso a los rangos más altos de los capos y socios de otros carteles. Para peor, en 2010 los Zetas dejaron de ser el brazo armado del cartel del Golfo al cerrar acuerdos con otros carteles.

Frente a esta situación, la respuesta de los gobiernos centroamericanos ha sido pedir ayuda a EE.UU. y “militarizar la seguridad”.

“El Congreso EE.UU. casi siempre aprueba una fuerte ayuda militar con un mínimo de debate público mientras se cuestiona cada centavo de ayuda a programas más “suaves” (sociales) y para el ámbito civil”, dice Bosworth, aunque reconoce que los votantes exigen resultados en Centroamérica, y “la mano dura viene de adentro de los mismos sistemas políticos”.

Bajo la política pública de ‘mano dura’, ya patente en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, los militares cumplen labores policiales, y en Panamá y Costa Rica se han fortalecido los cuerpos policiales con ayuda de EE.UU. y la comunidad europea. Pero, ¿será suficiente?

No para Renata Ávila, abogada guatemalteca y directora de la plataforma de medios ciudadanos Global Voices Online. “Las percepciones populares (frecuentemente desinformadas) producen efectos adversos porque derivan en mayor exclusión y miedo de las personas, pidiendo medidas “de mano dura”. Ávila, analista también de políticas públicas, considera que este énfasis “relega a un segundo plano formas de reinserción social para sus miembros o redes de protección social para sus familias”.

Como recuerda Ávila, muchos miembros de las maras son padres adolescentes. Provocan miedo en la población, y este miedo generalizado “ha afectado la composición de las ciudades, incrementando los condominios amurallados y edificios de clase media y alta con estricta vigilancia”.

Diversos especialistas en Centroamérica concuerdan que la cadena de la violencia ha debilitado el tejido social, el Estado, los espacios públicos, las pequeñas economías locales e incluso la salud mental de las personas. En ciudades como Tegucigalpa, San Salvador o Guatemala “ya no es aceptable para adolescentes o adultos jóvenes estar en la calle o expresarse con lenguaje, ropas o signos atribuidos a las maras”, dice Ávila.

Cualquier solución integral va a chocar con dos obstáculos enormes: falta de recursos y falta de continuidad de planes y políticas públicas en la región. La política regional de EE.UU. hacia Centroamérica ha cambiado durante la administración de Obama, con un énfasis mayor en la reformas de las policías y sistemas judiciales, además de la ayuda social. “Aunque el gobierno de EE.UU. ha terminado con la retórica de la guerra contra las drogas, éstas siguen siendo el foco principal”, señala Bosworth.

Ávila propone analizar y evaluar las medidas que se adoptaron en Italia, donde “se aprobó una ley que permite decomisar todos los bienes de la mafia y crimen organizado y utilizarlos para programas dedicados a combatir los problemas sociales que acercan a los jóvenes a las maras”.

El gobierno estadounidense ha privilegiado trabajar con las organizaciones internacionales, como SICA y la OEA, un proceso lento y burocrático, con más palabras que recursos para la ayuda civil.

“Los gobiernos de EE.UU., México y Centroamérica trabajan juntos para diseñar una estrategia regional, y después obtener los recursos y cumplir con su parte de esta estrategia”, dice Bosworth. “No hay nada que un país pueda hacer solo”.

Autores

Montserrat Nicolás