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Chile: una sociedad desconfiada, algo más que ''llegar y llevar''
Mar, 05/07/2011 - 12:12

Bernardo Navarrete Yánez

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Bernardo Navarrete Yánez

Bernardo Navarrete Yáñez es Profesor Asociado de la Licenciatura en Estudios Internacionales de la Universidad de Santiago de Chile (Usach).

Los recientes hechos ocurridos con la multitienda “La Polar”, cuyo eslogan “llegar y llevar” la hicieron parte de nuestro acervo cultural, nos plantea nuevamente el problema de la confianza hacia las instituciones en Chile y la incertidumbre sobre quién nos protege de las arbitrariedades.

Al respecto, Ludolfo Paramio ha planteado que bajo el común denominador de la incertidumbre, es posible analizar muchos de los cambios producidos en nuestras sociedades en años recientes, más específicamente, desde los inicios de la globalización de los mercados de capitales, que generan nuevas reglas del juego en la economía mundial, en un marco ideológico dominado por el neoliberalismo.

El quiebre del modelo tradicional significó una incertidumbre para los actores económicos y políticos que, al moverse en la esfera económica, no saben cuál estrategia utilizar y desconocen las consecuencias de las nuevas reglas. El ciudadano de a pie tampoco sabe qué esperar en relación con la actividad laboral. Por ello, la incertidumbre económica se traduce en incertidumbre política.

Los partidos, que tenían una ideología y planteaban sus estrategias y respuestas frente a los dilemas sociales y económicos, dejaron de funcionar frente a la crisis de los ’80. Estos cambios objetivos disminuyeron la confianza de los actores y las personas, generando en estos últimos una desconfianza que se tradujo en un repliegue hacia "nichos personales" o minicolectivos, afectando a la sociedad, la democracia y la economía. En palabras de Beck, se transitó desde la “solidaridad de las necesidades”, que necesitaba instituciones que se hicieran cargo de apoyar a los individuos, a la “solidaridad del miedo”, que no tiene instituciones muy definidas para protegerlos.

Para Paramio, el desafío es construir las nuevas instituciones económicas, sociales y políticas que la sociedad necesita, priorizando en el plano de las ideas, la defensa de la confianza, las instituciones y la importancia de las reglas.

Lo anterior es lógico, ya que cuando confiamos hacemos un juicio acerca de la otra persona respecto de su sinceridad, competencia y responsabilidad; cuando confiamos nos involucramos y al hacerlo tomamos riesgos. En la desconfianza no nos arriesgamos, sólo buscamos la seguridad en la vida, cerrándonos a nuevas posibilidades; nos vamos a nuestros refugios personales. Con ello, nos acercamos a lo que los griegos llamaban “idiotas”, señalando así a los que se repliegan en su vida privada, se apartan, no colaboran y no participan.

Es difícil que alguien se asuma en la conceptualización griega, pero los hechos, los porfiados hechos, nos muestran que la experiencia personal de quienes ingresaron a la vida ciudadana hace ya algún tiempo no ha sido fácil. Primero, porque -en palabras de Lechner- se encontraron con un “doble proceso de transición hacia la democracia y transición hacia una economía de mercado”. No se presentó una disyuntiva entre economía de mercado o no, la elección era sólo entre diversas formas de economía de mercado. Así, avanzamos en la reconstrucción de nuestra economía por una ruta de liberalización y apertura de sus mercados.

Más allá de sus consecuencias políticas y culturales, la reforma transformó la idea existente durante generaciones sobre la cual las personas reconocían al Estado como un atenuador de desigualdades básicas individuales y colectivas y que podría protegerles de aquellos que quisieran esquilmarlos nacionalmente. A través de los años, y casi majaderamente, al ciudadano se le fue señalando la obsolescencia de los supuestos con los que enfrentaba su vida laboral, social y familiar.

La tan mentada globalización y sus nuevas realidades, crearon nuevas ansiedades que se fueron sumando a las ya existentes. El ciudadano de a pie empezó a sentir que estaba perdiendo el control de los mecanismos políticos y económicos que afectan intensamente su vida diaria.

De hecho, desde 1990 nuestra democracia ha estado fuertemente condicionada por la variable económica, que en la práctica ha colonizando la política, ello porque la mayor herencia del régimen autoritario fue el modelo económico, el cual ha sido legitimado fácticamente por la Concertación. Un modelo robusto que cambió fuertemente nuestra realidad e introdujo normas de eficiencia, competitividad y cálculos económicos.

Las normas anteriores, de suyo relevantes, dejaron una venerable virtud cívica algo relegada: la confianza. Cuando ésta se va perdiendo, las actitudes, expectativas y preferencias individuales van deteriorando la esfera pública, ya que se reduce al ciudadano a la condición de cliente.

En esta última condición, sólo se reconoce la ética de mercado, que reduce las actividades a estándares de eficiencia económica y pocas veces permite al consumidor -generalmente callado y obediente-, exigir sus derechos. Ello explica que, tras cinco años de excesos, recién hoy sabemos que no era tan fácil “llegar y llevar”.

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