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Tenochtitlan es aún una ciudad por desentrañar
Viernes, Mayo 22, 2015 - 10:11

Para Raúl Barrera, supervisor del Programa de Arqueología Urbana, la mejor manera de conservar es mostrando. En arqueología cada objeto hallado cuenta, y sobre todo en su contexto.

En la quietud de la mañana, las calles del Centro Histórico de México irradian su esencia antigua. Los pisos de piedra tienen un brillo húmedo y legendario que se refleja en las cortinas de los negocios aún cerrados.

Los pasos de Raúl Barrera sobre la calle de Argentina quiebran el silencio. De lejos, parece un hombre de campo: calza botas, usa sombrero y una chamarra de piel completa su atuendo. Llega al cruce de Justo Sierra con Donceles y se introduce en las entrañas de una calle cerrada a la circulación.

Debajo, a tres metros de profundidad, lo espera un muro en forma de talud, es decir, con la inclinación típica de los basamentos prehispánicos. Es de tezontle y grandes bloques de andesita decorados con lajas. Imponente. Corre a lo largo de la calle de Argentina y continúa bajo los edificios de ambos lados. Debió dejarse de construir entre 1486 y 1502, supone Barrera. Su base aún no se distingue, sigue oculta en la tierra.

Parado frente a su hallazgo más reciente, el arqueólogo sabe que lo que asoma es apenas la presencia incipiente de uno de los 78 edificios que, de acuerdo con Bernardino de Sahagún, formaron parte del recinto sagrado de la ciudad de Tenochtitlan, destruida y enterrada por los conquistadores.

Llevan poco más de 100 años desentrañándola. Desde los tiempos de Manuel Gamio hasta nuestros días. Recién se cumplió el primer siglo del descubrimiento de la esquina suroeste del Huey Teocalli o Templo Mayor (etapa constructiva III 1430-1440 d. C.), realizado por Gamio en el cruce de Seminario con República de Guatemala.

No obstante que los esfuerzos arqueológicos fecundaron a raíz del descubrimiento fortuito del monolito de la diosa Coyolxauhqui, en 1978, que dio lugar y aliento a una excavación sin precedentes, lo cierto es que cada generación, haciendo uso de los conocimientos y tecnologías disponibles, ha develado un trozo de la historia: Leopoldo Batres, Alfredo Chavero, Eduardo Matos Moctezuma, Felipe Solís, Raúl Arana, Leonardo López Luján, Carlos Javier González, entre muchos otros a lo largo de un siglo, se han afanado en la búsqueda de la ciudad perdida. La superficie excavada rebasa 14,000 metros cuadrados.

La ciudad bajo tierra

Raúl Barrera Rodríguez pertenece a la generación de arqueólogos que ha hecho historia en el siglo XXI con hallazgos recientes del centro ceremonial mexica. Lleva ocho años trabajando en la zona arqueológica Templo Mayor, como supervisor del Programa de Arqueología Urbana (PAU), una fórmula que han encontrado los especialistas para desenterrar, estudiar y conservar el recinto prehispánico sin sacrificar la arquitectura colonial, en un cuadrángulo de aproximadamente 500 metros por lado (de la esquina noroeste de Palacio Nacional a la calle de San Ildefonso y desde Correo Mayor a República de Brasil), donde se erigía el recinto sagrado de los mexicas.

Desde hace casi 24 años, el Programa de Arqueología Urbana, ideado por el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma como una ampliación del trabajo exploratorio del Templo Mayor, ha desarrollado medio centenar de intervenciones en distintos edificios y predios que conforman las siete manzanas circundantes de la zona arqueológica.

No es una solución simple. En arqueología cada objeto hallado cuenta, y sobre todo en su contexto. Importa su temporalidad, el material de su fabricación, a cuantas capas de la superficie se ubique, porque será más adelante una pieza para ir armando el rompecabezas y entender la historia completa.

Y sin embargo, para Barrera, la arqueología no es un asunto de objetos viejos: “Nosotros no estudiamos objetos, estudiamos sociedades”, dice con aplomo.

Hallazgos en la brecha del tiempo

Ocho años como supervisor del PAU, le han dado a Barrera la posibilidad de ir encontrando nuevos vestigios de la ciudad enterrada y, casi como si trajera un mapa antiguo en la mano, constatar in situ la existencia de construcciones prehispánicas referidas en las fuentes antiguas.

Y es que la ciudad de México es una enorme caja de tiempo colmada de historias. Sus espacios se despliegan como páginas de un libro antiguo donde están escritos los secretos de su origen y la intimidad de su accidentado matrimonio con España.

Para entenderla, Raúl Barrera camina, observa detenidamente, lee montones de libros sobre historia; de cronistas como Bernardino de Sahagún, Diego Durán y Torquemada; estudia códices; repasa los mitos.

Cuando se llevan a cabo obras de infraestructura, privadas o públicas, el arqueólogo toma su cucharilla y con ella traspasa la brecha de tiempo en la ciudad enterrada. Mientras se refuerzan los cimientos de un edificio, se cambian tuberías del drenaje, se tienden nuevos cableados o se arreglan jardines, aprovecha que el suelo está abierto para buscar lo que lee en los documentos. Barrera se siente afortunado de contar con ellos:

“Para nosotros es básico, porque contrastamos lo que describen las crónicas con los hallazgos arqueológicos y, por lo menos lo que menciona Sahagún, lo hemos corroborado con mucha precisión”, asegura.

En el 2007, cuando se realizaban los trabajos de ampliación del Centro Cultural de España, el equipo de Raúl Barrera pudo localizar los restos de lo que pudo ser el calmecac, la escuela para los hijos de la nobleza mexica, que ha quedado resguardado y como un bello museo de sitio bajo los nuevos cimientos del centro.

Más tarde, en el 2010, en el predio de Guatemala 16, atrás de la Catedral Metropolitana, halló los vestigios del templo más importante dedicado a Ehécatl-Quetzalcóatl, dios del viento: una edificación de planta mixta conformada por una plataforma rectangular de dos cuerpos que mide 34 metros de norte a sur, y un adosamiento circular en su parte posterior, de alrededor de 18 metros de diámetro.

La edificación presenta tres etapas constructivas, y por sus características arquitectónicas corresponden a las etapas V (1481-1486 d. C.) y VI (1486-1502 d. C.) del Templo Mayor, época de auge del imperio mexica bajo el dominio de Ahuítzotl, mientras que los pisos superiores refieren a la etapa VII (1502-1521 d. C.), aquélla que vieron los conquistadores españoles a su llegada.

El año pasado, en ese mismo predio, y con Lorena Vázquez como jefa de campo, Barrera descubrió a sólo 6,45 metros de distancia del templo de Ehécatl “una plataforma de 9 metros de ancho por 1,95 m de altura con escalinatas, construida posiblemente en dos momentos distintos; en la parte superior se observan restos de banquetas y un piso de estuco con orificios donde se presume hubo postes de madera”.

Barrera piensa que se trata de un teotlachco o un juego de pelota de los dioses, mencionado por fray Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España, aunque, advierte Barrera, “aún falta excavar más, para confirmar o refutar esta hipótesis”.

Un hallazgo más, en el 2011, se registró al realizar el nuevo acceso subterráneo a la zona arqueológica del Templo Mayor, bajo la plaza Manuel Gamio, a escasos metros de donde el arqueólogo Leonardo López Luján desenterró en el 2006 el monolito de la diosa de la tierra, Tlaltecuhtli, se trata de un cuauhxicalco, o uno de los cinco a los que se refieren las fuentes antiguas, edificio que servía para llevar a cabo las exequias de los gobernantes o tlatoanis tenochcas.

Es una edificación prehispánica de aproximadamente 16 metros de diámetro y 1.5 de altura, hallada a 5 metros de profundidad, y corresponde a la etapa constructiva IV A del Templo Mayor (1440 -1469 d.C.), relativa al gobierno de Moctezuma I.

Raúl Barrera describe la pieza como una “plataforma circular conformada de piedras de tezontle, unidas con lodo, y recubiertas de estuco, y exhibe esculturas de cabezas de serpiente empotradas alrededor, a manera de clavos arquitectónicos” y abunda que se ubica exactamente frente al adoratorio dedicado a Huitzilopochtli en el Templo Mayor.

Junto al cuauhxicalco también se encontró un arriate en piedra y estuco y dentro de él un tronco de encino que sobrevivió al paso de los años y que resulta ser unos de los árboles sagrados que cita Bernardino de Sahagún. Allí mismo, el equipo de Barrera descubrió un piso de sillares de tezontle y andesita, algunos de ellos con altorrelieves que representan figuras asociadas al nacimiento de Huitzilopochtli.

Barrera explica que “la trascendencia de estos hallazgos consiste en que, poco a poco, el dato arqueológico va confirmando o corrigiendo la documentación histórica sobre lo que fue el recinto sagrado de México-Tenochtitlan, el cual se extendía por aproximadamente un cuadrángulo de 500 metros”.

Por ejemplo, cita el Códice Matritense, en el cual está representado el Templo Mayor —el principal edificio para los mexicas—, y frente a éste una plataforma circular con un sacerdote sahumando en la parte superior; y recuerda que según las crónicas de fray Bernardino de Sahagún, un sacerdote bajaba desde el adoratorio con una xiuhcoatl (serpiente de fuego) o víbora de papel, que era quemada en la plataforma ubicada frente al Templo Mayor, quizá como parte de una ceremonia religiosa asociada al dios de la guerra Huitzilopochtli, “lo que nos hace pensar que dicha estructura corresponde a este basamento circular.”
Suelo sagrado

Raúl Barrera sabe que el suelo que pisa es sagrado y que debajo están los restos de Tenochtitlan cual serpiente reptando, buscando salir a la luz, y aunque él sueña con que algún día las siete manzanas donde se erigía el centro ceremonial de los mexicas serán un museo de sitio, debe ser paciente, “porque excavar la ciudad requiere de un gran trabajo de concertación, llegar a puntos de acuerdo entre distintas instancias y conciliar intereses, y eso lleva tiempo.”

Refiere que el Instituto Nacional de Antropología e Historia está haciendo un esfuerzo grande por la conservación, además de la investigación, y “eso supone también mostrar al público lo que vamos encontrando, sin dejar de lado la investigación, porque sabemos que la mejor manera de apreciar y conservar es mostrar”.

Barrera aclara que lo que rescatan y muestran los arqueólogos del PAU son fragmentos. “No es posible recuperar un edificio prehispánico completo, debido a la destrucción que hubo durante la conquista y porque las condiciones de la ciudad actual no lo permiten. Sin embargo, con este trabajo vamos encontrando restos de arquitectura de las sociedades que estudiamos: sus templos, sus casas, sus ofrendas, sus entierros, que es lo que nos da información de esas sociedades. Eso es la arqueología”, concluye.

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Excélsior / LifeStyle