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Argentina: política petrolera sin reglas claras
Jue, 30/12/2010 - 10:52

Guillermo M. Yeatts

El Bicentenario
Guillermo M. Yeatts

Guillermo M. Yeatts es presidente de la Fundación Atlas 1853 y de la Fundación de Estudios Energéticos Latinoamericanos. Cursó sus estudios universitarios en New York Univiersity (NYU) recibiendo los grados de Bachelor of Science en Finanzas y Master en Economía. Asimismo ha completado el programa plurianual OPM en la Escuela de Negocios para Graduados de Harvard University, Boston, Massachussetts.

En los últimos días he leído en La Nación (uno de los principales diarios de circulación nacional) un artículo de opinión sobre la explotación de los recursos energéticos en la Argentina, en el que se sugiere el retorno al manejo estatal. Una mirada a la historia argentina nos demuestra que el manejo estatal no resultó exitoso y, además, creó inseguridad e incertidumbre para el desarrollo del sector.

Más allá de los principios republicanos predominantes en la Constitución de 1853, el 9 de diciembre de ese año el Congreso Constituyente dictó el Estatuto de Hacienda y Crédito, que estableció la vigencia en todo el territorio de las Ordenanzas de Nueva España y México (1783). De esta forma, se incorporó la tradición minera española a la Argentina.

Desde 1865 hasta 1897, los pioneros argentinos del negocio petrolero se desarrollaron en un marco sumamente adverso, ya que dependían de que el Estado les otorgara un permiso de cateo o concesión. En todos los casos, la contestación resultó negativa.

Sólo a partir del Código de Minería, sancionado en 1886, se fijó taxativamente la propiedad estatal del subsuelo, aunque sin permitir al Estado explorar ni hacer producir yacimientos (Artículo 9). Sin embargo, con el descubrimiento de petróleo, el 13 de diciembre de 1907, mientras el Ministerio de Agricultura buscaba agua en Comodoro Rivadavia, se estableció de inmediato una reserva de 200.000 hectáreas sobre la tierra desde el centro del descubrimiento, basada en la ley 4167, de tierras fiscales (1903). Sólo en 1910 se sancionó la ley 7059 para permitir la concesión de pertenencias mineras y se liberaron 195.000 hectáreas para el sector privado.

En 1922 se organizó, en la órbita del Ministerio de Agricultura, la dirección de YPF. En 1932, la ley orgánica de YPF la estableció como sociedad estatal. A pesar de la resistencia evidente hacia la concesión de áreas a los particulares, la producción privada de petróleo representaba, en 1934, el 64% del total.

Un año después, se sancionó la ley 12.161, que establecía reservas para el Poder Ejecutivo en todo el territorio nacional y derogaba el artículo 9 del Código de Minería de 1886, que impedía la exploración y explotación estatal de los yacimientos de petróleo, y fijaba el dominio compartido de los yacimientos entre la Nación y las provincias.

En 1949, se reformó la Constitución, que establecía que los yacimientos de petróleo eran propiedad imprescriptible e inalienable de la Nación. Esto dio un impulso tremendo al nacionalismo petrolero y al centralismo nacional.

En 1958, la ley 14.773 permitió los contratos de obras y servicios por cuenta y orden de YPF. En cuatro años, nueve compañías perforaron más pozos que YPF en 50, por lo que la producción pasó de 6 millones de metros cúbicos, en 1958, a 16, en 1962.

Esto cambió en 1962, con la anulación por parte de Illia de los contratos petroleros. La medida trajo inestabilidad y un creciente riesgo minero político para la Argentina. En 1966, la ley 17.319, durante el gobierno de Onganía, abrió las concesiones al sector privado. Sin embargo, no ingresaron inversiones externas al país para la exploración petrolera durante 23 años.

En 1989, a través de los decretos 1055, 1212 y 1589, se desreguló el sector y, como resultado, se incrementó la producción de 26,7 a 49,1 millones de metros cúbicos en 1998, un récord histórico producido por el sector privado. El Poder Ejecutivo, durante diez años de gestión menemista, fue incapaz de sancionar una ley de hidrocarburos que incorporara los elementos de la desregulación.

En 1992 se privatizó YPF a través de la ley 24.145, que transformó una sociedad estatal en una sociedad anónima. El Estado otorgó privilegios a la compañía para incrementar su valor en el mercado, al transferir su deuda de largo plazo al Estado nacional, y con la donación de activos a empleados desvinculados y la moratoria de impuestos a las ganancias durante 5 años. El riesgo minero (pozos secos) del Estado durante 85 años fue financiado por todos los ciudadanos sin su consentimiento explícito y sin que hubiera un castigo por el retorno negativo de la inversión.

En 1994, la reforma de la Constitución otorgó el dominio originario de los yacimientos que se encuentran en sus territorios (Artículo 124) a las respectivas provincias. No obstante esto, el gobierno federal establece el precio del crudo en US$50 por barril, mientras que en el mercado internacional el precio es de US$90 por barril. Esto significa que las petroleras les liquidan las regalías del 12% a las provincias sobre un barril de $50, y a los exportadores el gobierno federal les retiene el 45% de los ingresos.

A partir de 2004, a través de decretos del Poder Ejecutivo, se borraron los decretos de desregulación sancionados en 1989 y se implementó un control de precios de combustibles disimulado con las retenciones a las exportaciones, los permisos de exportación y otros instrumentos. En 2007, la ley 26.197 de hidrocarburos reemplazó a ley 17.319 (Onganía, 1967) .

Como hemos señalado, la Constitución de 1994 transfirió el dominio originario de los recursos minerales a las provincias. En consecuencia, las provincias -mediante una norma provincial- pueden disponer la transferencia de la renta petrolera constituida por las regalías vigentes a favor de quienes poseen el dominio civil del inmueble.

Este nuevo marco posibilita la creación de condiciones para que los individuos tengan los incentivos suficientes para desarrollar actividades que tiendan al crecimiento. Miles de superficiarios verían una nueva dimensión para sus negocios y sería un acto de justicia devolver parte de la riqueza sustraída a estas provincias pobres.

Es hora de que las provincias reaccionen y ejerciten sus derechos y los de sus representados sobre sus recursos, en lugar de trocar sus facultades constitucionales por el intercambio de otros beneficios con el poder central.

*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.

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