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Dislate: ley en defensa de la competencia
Jue, 31/05/2018 - 15:49

Alberto Benegas Lynch

 Las llamadas "barras bravas"
Alberto Benegas Lynch

Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina. Él es profesor Emérito de Eseade (Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas en Buenos Aires), institución en la cual se desempeñó como decano por 23 años. Benegas Lynch es un académico asociado del Cato Institute y un miembro de la Mont Pelerin Society.

En el caso argentino al que ahora nos referimos, no es para nada una concepción nueva la legislación que alardea con defender la competencia, terreno que fue iniciado por Perón con sus conocidas amenazas al agio y la especulación, luego utilizado con distintas etiquetas por otros muchos gobiernos estatistas.

Igual que con la libertad de prensa, la mejor ley sobre el proceso competitivo es la que no se promulga. Para fraudes, abusos y corrupciones varias está el Código Penal y el Civil y Comercial, no solo no es necesaria sino del todo contraproducente una ley nacional en defensa de la competencia que, al igual que otros documentos de tenor equivalente, aparecen dirigidos a buenos propósitos pero esconden veneno bajo el poncho.

En el contexto de este gobierno no es de extrañar que semejante ley se promulgue puesto que varios de sus encumbrados funcionarios han despotricado contra empresas que mueven sus precios, en lugar de afrontar con el vigor necesario las causas de dichos movimientos como es el elefantiásico gasto público, el déficit fiscal y la consiguiente manipulación monetaria.

Lo primero es comprender que técnicamente no hay tal cosa como traslación a precios. El empresario siempre intenta cobrar el precio más alto que las circunstancias permitan, lo cual no significa que sean las que quieran, de lo contrario el vendedor de pollos colocaría sus precios a un billón de libras esterlinas por unidad pero, en ese caso, la demanda será cero.

Sería en verdad muy atractivo para el mundo empresario que no deba preocuparse por la altura de sus costos, total simplemente los traslada a los precios. Pero las cosas no son así. Si el comerciante conjetura mal su negocio y eleva los precios más allá de lo que la demanda permite, verá afectadas sus ventas y no podrá optimizar la relación volumen-precio. Los procesos inflacionarios o la baja en la productividad generan el espejismo de la traslación.

Lo segundo que conviene precisar es la bondad del monopolio, esto es la venta de un bien o servicio por un solo oferente. Esto quiere decir que el pionero en el rubro ha ofrecido algo hasta el momento desconocido en el mercado. Este ha sido el caso desde el invento del arco y la flecha que dejó de lado el garrote. Una ley antimonopólica se traduce en la insensatez de no permitir un descubrimiento puesto que no podría existir el primer emprendimiento antes de que exista el segundo (?). Ningún producto farmacéutico, ninguna novedad en los equipos electrónicos sería permitido bajo este absurdo legislativo. Es por eso que las leyes vigentes y sus aplicaciones en esta materia están llenas de rodeos, caminos tortuosos y referencias sibilinas para poder implantarse y satisfacer así la ignorancia de un público que injustificadamente se siente protegido por este aluvión legislativo en todas partes en las que tiene vigencia este esperpento.

Estas volteretas legislativas y ridículos enmascaramientos han sido denunciados por muchos autores de fuste, muy especialmente en el contexto del cuidadoso andamiaje analítico de Richard Posner en Antitrust Law. An Economic Perspective, por Dominick Armentano en Antiturst and Monopoly. Anatomy of a Policy Failure, en el décimo capítulo del segundo tomo del tratado de economía de Murray Rothbard titulado “Monopoly and Competition” y en la cuarta parte del capítulo 16 del tratado de Ludwig von Mises bajo el título de “Los precios de monopolio”.

El problema no son los monopolios que surgen como consecuencia del mejor oferente a criterio de la gente en el mercado en un contexto de apertura total. El problema gravísimo son los monopolios legales sean estos estatales o privados, a saber, los que son artificialmente otorgados por el poder político en cuyo caso la gente es explotada por rufianes mal llamados empresarios con privilegios de diversa naturaleza como mercado cautivos, exenciones fiscales, tarifas aduaneras o lo que fuere. En estos casos inexorablemente los precios serán más altos de lo que hubieran sido de no haber mediado la dádiva, las calidades inferiores o las dos cosas al mismo tiempo.

La denominada cartelización constituye una pantalla cuyo ataque disimula otro desconocimiento medular: en la práctica es como si se tratara de un monopolio con lo que lo dicho para ese caso basta para concluir que si en lugar de operar bajo una razón social las empresas prefieren desenvolverse bajo varias razones sociales el caso anterior explica el fenómeno, situación que es del todo aplicable al oligopolio (pocos oferentes “grandes”) y el trust (fusión de varias empresas en una).

Es de interés destacar que lo que en economía se denomina el factor competitivo permanente hace que en un mercado abierto todas las empresas estén en competencia entre si aunque se trate de reglones diferentes en busca de los recursos de la gente. Aun en el caso irreal por cierto de que exista una sola empresa que satisfaga con un solo producto todas las necesidades de la totalidad de la población, aun en ese caso la ley de rendimientos decrecientes, que muestra la relación producto-capital, obliga a que la dimensión de esa empresa única sea limitada, precisamente por la limitación de recursos que torna la curva respectiva en decreciente.

En otros términos, carece por completo de sentido sostener que debe haber cierta cantidad de empresas en tal o cual ramo, que debe haber una o ninguna. Las circunstancias cambiantes modifican esta situación. Lo que si debe aceptarse es que si el monopolio ofrece bienes apetecidos por la gente (no es el caso, por ejemplo, del monopolio de los tornillos cuadrados) el precio será considerado alto, lo cual es absolutamente necesario al efecto de atraer otros oferentes en el rubro en cuestión. Ya sabemos que si se establecen precios máximos en este campo o en cualquier otro, la demanda se expandirá, la oferta se contraerá, la escasez irrumpirá inmisericorde y los factores de producción se volcarán a otros reglones con el consiguiente consumo de capital que, a su vez, hace que los salarios e ingresos en términos reales disminuyan por el desperdicio involucrado.

También es hace necesario aludir al “dumping” que significa venta bajo el costo. Ahora bien, este es el caso en general de comerciantes cuando están en períodos de liquidación de su stock, también es el caso de empresarios cuando incurren en quebrantos y también si seguimos el procedimiento del costeo directo cuando en el período de lanzamiento de un producto su publicidad es frecuentemente subsidiada por otros de los productos. En ninguno de los casos comentados parece que puedan objetarse.

Sin embargo, se dice que el dumping malsano consiste en aquella situación en la que el empresario percibe que podría vender su producto a un precio dado pero decide venderlo a un precio menor al efecto de arruinar a sus competidores y luego subir el precio para más que compensar las pérdidas anteriores. Veamos este asunto de cerca, si esa fuera la circunstancia, los competidotes actuales y los potenciales compran el producto en cuestión que, como queda dicho, se ubica por debajo del precio de  mercado, y lo revenden haciéndose del arbitraje correspondiente.

Prestemos debida atención al ejemplo puesto que habitualmente se sigue el razonamiento sin tener en cuenta los mismos presupuestos en los que se basa al concluir que el empresario que hace dumping amplia sus instalaciones y ofrece cantidades mayores al efecto de que el nuevo precio sea el de mercado con lo cual desaparece el posible arbitraje antes referido. Pero es que aquí se cambiaron los presupuestos del ejemplo. Ahora el empresario del caso abastece todo el mercado que no es lo que sucede cuando se limita a reducir sus precios, si es así nada hay que comentar como no sea el agradecimiento al empresario que decide reducir precios. Claro que ni bien pretenda contraer nuevamente su oferta y volver a las andadas, surgirán nuevos participantes con la idea de hacer negocios.

El único caso de dumping verdaderamente malsano son las empresas estatales que sus pérdidas son absorbidas coactivamente por los contribuyentes sin posibilidad de anticuerpos de mercado. Cuando empresarios locales denuncian dumping de productos que vienen del exterior, habitualmente no se molestan en verificar los libros de contabilidad de los supuestos competidores extranjeros, su molestia se basa en que los precios resultan más bajos que los suyos. Y en el caso de que efectivamente hubiera dumping del exterior, como dice el premio Nobel en economía Milton Friedman, la maniobra resulta en una bendición para los locales que recibirían actos caritativos del extranjero.

Las teorías conspirativas de este tenor esconden incompetencia y la pretenden dramatizar con argumentos nacionalistas sin ver que los mismos razonamientos son aplicables al comercio dentro de las fronteras de un país cuando alguien vende más barato, lo cual no justifica aduanas interiores.

El una lástima que volvamos a actualizar legislaciones que constituyen un dislate como la comentada de defensa de la competencia, cosa que no mejora un ápice por el hecho de ser supervisada por supuestos expertos en un llamado tribunal, dignos representantes de la megalomanía autóctona.

Como ha consignado el historiador decimonónico Lord Acton “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Se ha dicho con razón que esta ley es “la morenización de la economía” (por el fatídico secretario de comercio del kirchnerismo, Guillermo Moreno que falsificó las estadísticas del INDEC con la intención de que no se descubrieran sus dislates). Ahora se reiteran errores con esta ley solo que en lugar de exhibir la pistola arriba de la mesa, la pistola apoya la legislación ya que tras el incumplimiento de la norma se encuentra el rostro de la fuerza del aparato estatal.

Es una pena que un gobierno saturado de lo que se conoce por CEO (chief executive officer, es decir, el ejecutivo de línea de máximo nivel) no entienda el significado de la competencia, lo cual suele suceder ya que no siempre un banquero entiende que es el dinero ni el director de marketing lo que es el proceso de mercado y así sucesivamente. Una cosa es tener el talento para descubrir oportunidades de arbitraje y otra bien distinta es imbuirse de los fundamentos éticos, jurídicos y económicos de la sociedad abierta.

Con la designación de la Autoridad Nacional de la Competencia, régimen de clemencia para los que no cumplen con la norma y quieren reencauzarse, prácticas prohibidas, fusiones y adquisiciones no aprobadas, multas, sanciones y penas y otras sandeces se complica el funcionamiento del mercado, se traba la posibilidad de asignar eficientemente los factores de producción y se posibilita una mayor discrecionalidad en el uso del poder.

A esta maraña se agrega la figura de “la posición dominante” como si en un mercado libre el consumidor no fuera quien en última instancia decide la situación puesto que el comerciante que contradice su voluntad tiene los días contados como tal.

Como tantas veces hemos puntualizado y repetido al comienzo de esta nota, el verdadero peligro son los empresarios prebendarios que aliados al poder explotan a la gente con sus privilegios y el otorgamiento de facultades a burócratas y semi-burócratas que exceden sus funciones de respeto a los derechos de todos. Este “big-business” fue el responsable de la inmoralidad más llamativa de nuestro tiempo: el denominado “salvataje” del gobierno estadounidense a empresas ineptas e irresponsables financiadas coactivamente con el fruto del trabajo de los que no tienen poder de lobby. Eso si es una posición dominante inaceptable.

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