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El desafío de comprender a Hugo Chávez
Vie, 08/03/2013 - 11:25

Felippe Ramos

La huelga de policías y el tema de la inequidad en Brasil
Felippe Ramos

Felippe Ramos es sociólogo, director del Instituto Surear para la Promoción de la Integración Latinoamericana y investigador becario del Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA). Fue profesor del departamento de Sociología de la Universidad Federal de Bahía (Brasil) y profesor visitante del Central Arizona College en Casa Grande, Arizona (EE.UU.), como becario de la Fulbright Association. Su área de investigación actual es la integración regional en Latinoamérica y los problemas de la democracia y del desarrollo brasileño y latinoamericano. Vive en Caracas, Venezuela, a fin de desarrollar investigaciones acerca de la cooperación bilateral Brasil-Venezuela.

Hugo Chávez ha empezado en Venezuela un cambio que genera dificultades para la interpretación de los científicos sociales acostumbrados a teorías importadas de EE.UU. y Europa: el ejercicio del poder en una democracia no tiene que ser hecho a partir de élites preparadas, sino que puede se basar en la participación de las masas organizadas.

Habíamos leído en las Facultades de Ciencias Sociales que el poder es ejercido por élites que compiten en el sistema electoral. Habíamos aprendido que las masas sólo pueden existir como objeto (jamás sujetos) del poder y en teoría sería bueno que sea así en beneficio de la salud democrática: para las teorías de las élites, por ejemplo, una minoría debe ocupar el poder y ejercerlo de manera a responder demandas de la sociedad. Este sería el clásico sistema de inputs y outputs. Para esta línea de pensamiento, mucha gente participando de la política puede generar un “exceso de democracia” que amenaza a la propia democracia, como suele decir el pensador norteamericano Samuel Huntington. Es decir, hay demasiada gente; gente que no debía estar ahí.

De hecho, es lo que suele pasar en democracias ya consolidadas como la de EE.UU. y la mayor parte de las europeas. El pueblo vota; los gobiernos asumen el poder. En sus mandatos, los presidentes están libres para impulsar políticas anti populares, como recortes en los sueldos, despidos masivos, reducción de la inversión social y eliminación de derechos, además de protección y subsidios a bancos y dueños de grandes fortunas. A la gente común aún se presenta la posibilidad última de la protesta, pero el Estado tiene una fuerte estructura policial lista para usarla para la represión de su propio pueblo y de ese modo logra limitar la capacidad de la participación popular de generar “desorden”, la palabra con la cual se deslegitima los que defienden cambios. La enfermedad democrática es cuando la transformación solo es permitida si es generada desde arriba. Eso ha pasado recientemente en España, en Grecia, en Portugal, en Inglaterra, en EE.UU. y en muchos otros países a los cuales estamos acostumbrados a llamar democracias plenas. Allá, y no en Venezuela, hemos visto la policía reprimir el 15-M, el Occupy Wall Street, las protestas de los estudiantes de Londres, de los trabajadores griegos, etc. Los mandatarios dicen que hacen lo que hacen en defensa del pueblo. Si el pueblo está en contra lo que hacen sus gobernantes, es porque la gente común es incapaz de comprender la razón del estado (raison d’Etat) a la cual solamente expertos pueden acceder. Las más importantes democracias del mundo transformaron sus propios ciudadanos en niños incapaces de decidir su propio destino. Lo que Chávez más luchó para cambiar fue esa lógica perversa de las viejas democracias y de las democracias que, a pesar de nuevas, como las de Latinoamérica, ya nacieron viejas. Viejas porque dominadas por élites que no presentan un proyecto nacional, es decir, un modelo de desarrollo en el cual toda la población esté involucrada como sujetos de derechos. Viejas porque son democracias que mantuvieron el prejuicio de los que detienen el poder hacia la mayoría de la población, compuesta no de la belleza occidental rubia y blanca, sino que mayoritariamente mestiza, negra e incluso indígena. Chávez invitó a esta gente a tomar las calles y la gente aceptó la invitación, como se puede mirar en las fotos del cortejo de despedida al presidente. Gente que se parece a Chávez y, por ende, se reconoce en él. “Yo soy Chávez”, el lema que tomó las calles gana su significado más profundo. Aunque bajo el fuerte liderazgo del comandante, la multitud ganó su voz.

Para una persona de clase media, como suelen ser los lectores de los periódicos y en consecuencia mis propios lectores, puede ser difícil comprender cómo ese hombre de maneras tan inusuales logró tanto apoyo. En general, el dilema de la clase media es que desea un país desarrollado, con instituciones fuertes, pero no aceptan muy bien la idea de que para lograrlo es necesario involucrar en el proceso político la parte de la población marginada. Incluso cuando algunos de la clase media se dicen de izquierda y defienden la más amplia participación, se asustan cuando lo que defendían en teoría se hace realidad y la política es tomada por los de abajo. Cuando toda la masa de la gente llega, ellos traen también sus costumbres y su manera de vivir en los barrios pobres, que no son los mismos costumbres de aquellos que viven en los edificios ubicados en las mejores zonas de las ciudades. El gran reto de las democracias latinoamericanas es que, cuando las puertas de la política se abren a todos, se torna difícil mantener la estabilidad institucional. La razón es sencilla: las instituciones, en definición, existen para mantener el orden vigente o frenar los cambios que acontecen bajo ese orden. Lo que necesitan los países subdesarrollados, al revés, es de un cambio rápido. Al menos desde la perspectiva de los excluidos. Para la clase media, si hay que haber cambios, los cambios lentos son siempre preferibles: son más seguros y confortables. Es como si los pobres tuviesen que esperar solamente para no incomodar la realidad con la cual ya está acostumbrada la minoría.

Cuando Chávez dejó claro que iba a cumplir lo que decía, una parte de los que primero lo apoyaron, en las elecciones de 1998 y 2000, lo abandonaron. La realidad es mucho más compleja que la teoría. Los libros de Montesquieu no ayudaron a comprender la realidad de los barrios pobres de Caracas. El militarismo que sostiene el chavismo, por ejemplo, es una piedra en el zapato de los que, como yo, prefieren una izquierda civil (hay que recordar que en Brasil vivimos bajo una dictadura militar antes de lograr el regreso de la democracia representativa). El problema es que la realidad no funciona a partir de preferencias personales, sino que a partir de construcciones históricas imperfectas. De ese modo, con lo que hizo en su práctica política concreta, Chávez logró el apoyo de las masas. Algunos llaman a eso populismo (lo que científicamente está equivocado, porque el populismo implica conciliación dentro del Estado y el chavismo es confrontación). Las masas, por otro lado, llaman de “antes no teníamos vivienda, ahora tenemos”, “antes no teníamos escuelas y facultades, ahora tenemos”, “antes no teníamos médicos en el barrio, ahora tenemos” etc. etc. etc. No son votos comprados con una canasta básica, como solía acontecer en nuestros países, sino que votos conquistados a partir de la expansión de derechos básicos, como el derecho a la vivienda, a la comida, a la educación, a la salud, a la dignidad y el reconocimiento. Si fue necesario un militar para garantizar estos derechos, seguro que la gente más pobre no se va a quejar de ese detalle (aunque sea un detalle importante para la clase media). Las estadísticas venezolanas, reconocidas por instituciones internacionales, respaldan la inteligencia del pueblo de defender a quienes lo defendieron.

Por supuesto, en el camino, Chávez y su movimiento han cometido muchos errores políticos y en el manejo de la economía. Hay que preguntarse, sin embargo, lo que es mejor: ¿intentar el cambio aunque equivocándose o mantenerse bajo el dominio de unos pocos que ya están acostumbrados con el ejercicio histórico del poder, pero que siempre mantuvieron a lo largo de sus gobiernos niveles elevados de desigualdad? En la historia de América Latina hay muchos ejemplos de economías que funcionaron bien aunque manteniendo altos niveles de exclusión social. Nuestra historia es la prueba que una economía puede estar bien cuando su pueblo está mal.

Chávez allanó el camino para una pedagogía política en la cual el pueblo es invitado a aprender a hacer política, aunque equivocándose con frecuencia. Quizás sea este el precio a pagar para que la gente más pobre tenga sus derechos garantizados. Muchas críticas pueden ser hechas a Chávez. Sin embargo, antes de criticarlo, hay que recordar que Chávez sólo fue posible porque sus antecesores jamás cumplieron con las promesas del desarrollo incluyente, de la civilización moderna, de la igualdad. Si la vida fuera buena para todos como lo era para algunos, Chávez jamás habría salido de su cuartel. Sería solamente un soldado y no un comandante. La lección que Chávez deja a la clase media es que las masas marginadas no van a esperar que las bellas teorías modernas se cumplan por suerte o buena voluntad. Aunque no les guste a muchos, Chávez y el pueblo pobre de Venezuela no esperaron; hicieron, a su modo, su propia historia.

Un gran líder, uno que impulsa grandes proyectos políticos y moviliza las masas, genera siempre muchas dificultades al intento de comprenderlo en el momento en que vive y ejerce su liderazgo. Al revés de los políticos producidos en serie que solo sirven para dejar todo como siempre fue, un gran líder despierta pasiones fuertes, en su favor y en su contra. Cualquier análisis es, de ese modo, una opinión que alberga visiones políticas, creencias y fe. El 05 de marzo de 2013, así como dijo el presidente brasileño Getúlio Vargas acerca de sí mismo, Hugo Chávez salió de la vida para ingresar en la historia. Hay que tener paciencia y dejar que la historia también cumpla su papel de juez.

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