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¿Es necesario legalizar las drogas?
Jue, 26/04/2012 - 08:41

Pablo Torche

A favor de Hidroaysén
Pablo Torche

Pablo Torche es psicólogo educacional de la Universidad Católica de Chile y Magíster en Literatura Inglesa de la Universidad de Londres. Es consultor en temas de educación y fundador del portal educacional Mejor Educación. Ha obtenido en dos ocasiones el Premio del Consejo Nacional del Libro en Chile, por los volúmenes de cuentos Superhéroes y En compañía de actores. Su última novela es Filomela (Planeta-Emecé).Cuenta Twitter: @PabloTorche

En la última Cumbre de las Américas algunos mandatarios latinoamericanos plantearon la posibilidad de legalizar las drogas para hacer frente al tema. El asunto no debería extrañar pues, después de 40 años de lucha, los resultados han sido magros y es indudable que el costo para varios países latinoamericanos ha sido altísimo. Hay, de hecho, algo desbalanceado, incluso absurdo, en una estrategia que ha costado miles de vidas y una enorme corrupción institucional a un conjunto de países en vías de desarrollo, con el propósito de prevenir el consumo de drogas en unos pocos países desarrollados que son el motor de todo el negocio y que no sufren ninguna de sus dificultades. Así las cosas, es indudable que la propuesta surgida en Cartagena abre un debate complejo, y he aquí algunas razones y argumentos para el análisis.

La primera de éstas es sin duda de orden pragmático. La guerra contra las drogas ha corrompido y desangrado a las instituciones de los países productores y de tránsito; ha enriquecido y empoderado hasta límites pavorosos a los carteles y las mafias de traficantes, y ha tenido efectos muy bajos, sino nulos, en la reducción del consumo. En esta línea de argumentación, hace ya tres años una comisión liderada nada menos que por los ex presidentes de Brasil, Colombia y México, Fernando Henrique Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo, respectivamente, planteó abiertamente el fracaso de la guerra contra las drogas y la posibilidad de descriminalizar al menos parcialmente su consumo, como una solución que pudiera ser más efectiva. Desde entonces, líderes políticos como el actual presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y recientemente el de Guatemala, Otto Pérez Molina, se han unido a un ya nutrido grupo de intelectuales y figuras públicas, como Mario Vargas Llosa, que vienen hace algún tiempo abogando por la necesidad de examinar la legalización.

¿Es la legalización de las drogas la solución? Los que consideran que sí, aducen en primer lugar a la gran descomposición del sistema político y social y a la espiral de violencia que genera este enorme negocio ilícito, lo que parece ciertamente incontrarrestable a la luz de los escabrosos crímenes que se constatan a raíz del narcotráfico en muchos países de Latinoamérica, particularmente en México, y para los cuales no hay espacio ni siquiera para reseñar en esta columna.

En contrapartida, también es cierto que aquellos países que han desarrollado un trabajo decidido y a fondo (el caso más ejemplar es obviamente Colombia) han tenido éxito en reducir de manera drástica el crimen, la violencia y la corrosión institucional derivada del narcotráfico.

¿Es entonces este el camino seguir? ¿Significa el ejemplo de Colombia que un Estado bien organizado y que declara una lucha frontal al narcotráfico puede librarse de este flagelo sin necesidad de recurrir a la legalización? A mi juicio es obvio que la respuesta es al menos en parte afirmativa, pero los escépticos dirán, tal vez también con razón, que todo lo que se consigue es simplemente traspasar el problema a otros países, como ha ocurrido dramáticamente con el desplazamiento del tráfico violento desde Colombia a los estados centroamericanos, y principalmente a México.

Estamos, pues, en una disyuntiva, y según la opción que se tome, será la línea de argumentación que se siga en relación con la legalización de las drogas. ¿Es un Estado fuerte y sin corrupción la solución al problema o, por el contrario, es el narcotráfico precisamente la causa de la corrupción y el debilitamiento institucional, y por lo tanto éste no se puede solucionar a menos que la droga se legalice? Cualquiera sea el énfasis que se adopte, me parece evidente en todo caso que los países que tienen problemas generalizados de corrupción, o debilitamiento de sus instituciones, no los van solucionar simplemente legalizando las drogas. Pero es cierto que podría ayudar y eso es un elemento importante a tener en cuenta.

Siguiendo con esta línea de reflexión, aun cuando fuera cierto que la “guerra” contra las drogas no se puede ganar, ¿tendría que ser este un argumento definitivo para legalizarlas? A mi juicio, no. La "guerra" contra el delito tampoco se puede "ganar"; siempre habrá delito y delincuentes, y siempre serán necesarias instituciones dedicadas a perseguirlo, y esto no significa que la solución sea legalizarlo. Con esto no quiero decir que haya que rechazar a priori la legalización de las drogas. Solo estoy planteando que, en términos lógicos, el mero hecho de que la guerra contra las drogas no pueda ser ganada, no es una razón para desecharla como estrategia.

El punto nos lleva a una cuestión aún más de fondo, que se menciona sorprendentemente poco cuando se aborda el tema. ¿Por qué es ilegal la droga? ¿Cuál es la razón última por la cual el Estado prohíbe el tráfico y consumo de estas sustancias, mientras permite el de otras también adictivas y potencialmente nocivas, como el alcohol, los cigarrillos o el café?

Como causa principal se menciona el daño para la salud y el potencial destructivo, a veces derechamente suicida, de las drogas (aunque no de todas). Con mucho menor frecuencia se menciona otra característica esencial, que es el efecto psicoactivo que producen, es decir, su capacidad de alterar las funciones psíquicas y de percepción del entorno. No sé por qué este rasgo de las drogas se señala con tan poca frecuencia cuando se discute el tema, pues me parece evidente que una de las razones por las que se las prohíbe es por su capacidad de escindir nuestra relación con eso que llamamos realidad. ¿Por qué la ley debiera prohibir este quiebre y, enseguida, es justificable que lo haga? ¿Es acaso porque ahí reside el potencial adictivo, y por tanto dañino de la droga, o es más bien porque nuestra sociedad reprime, quizás incluso teme otras formas de relación con la realidad? Son preguntas que se plantean muy pocas veces en relación con este debate, y que también me parece importante abordar a fondo.

Yo, que soy en principio escéptico respecto a la posibilidad de que la legalización de las drogas sea la solución (pero abierto a ser convencido, de hecho quizás en proceso de serlo), pienso que estas interrogantes apuntan a una de las razones esenciales que justifican su prohibición. Pues me parece que en relación con este último punto hay una diferencia fina, pero clara, entre el consumo de alcohol y el de las drogas ilícitas. Así, mientras el consumo de alcohol está en gran parte de los casos completamente integrado en la dinámica social, y no altera de manera radical el estado de conciencia, más allá de un leve acentuación de la alegría o quizás de la melancolía, el consumo de marihuana, por citar una droga blanda, cambia de inmediato el estado de ánimo de quien la consume, distorsiona su percepción de la realidad y altera su capacidad de comunicarse con los demás. De nuevo, esto no quiere decir que se justifique de entrada la prohibición de las drogas, es simplemente una distinción que constato en la realidad y que me parecería inútil negar.

Otra distinción, sin embargo, que me parece aún más clara que la anterior, es aquella que se esconde bajo el término genérico de “droga”, que encierra enormes diferencias en su interior. Así por ejemplo, la marihuana -por lejos la droga más consumida-, si bien puede tener efectos adictivos y nocivos para la salud, genera un daño incomparablemente menor al de otras drogas más fuertes, como la cocaína o la heroína. En el extremo más dramático de estas diferencias, también de alguna forma oculto en el debate, se sitúa un desecho tóxico de la droga, la denominada “pastabase” o “paco”, que hunde a decenas o quizás cientos de miles de adictos que pueblan las zonas pobres de las urbes latinoamericanas. Estas siluetas temblorosas paradas en las esquinas de las villas marginales representan en un sentido trágicamente literal los desechos de un sistema que los elimina, reduciéndolos al estado de zombis humanos o precipitándolos en un espiral de violencia y delincuencia que termina por lo general en la muerte o el suicidio.

Me da la impresión de que la elite ilustrada que discute el tema de la legalización de las drogas desconsidera con frecuencia esta última dimensión del problema. Con toda probabilidad tiene la vista puesta en un consumo mucho más controlado de drogas blandas, circunscrito a situaciones particulares de entretenimiento o celebración. Pero la estrategia de enfrentamiento de las drogas no puede hacerse sobre la base de la experiencia de algunos intelectuales o policy-makers proclives a la autoindagación personal o nostálgicos de Woodstock. Debe por fuerza considerar una visión global del problema en nuestros días. Y es precisamente a causa de esta realidad que la lucha frontal contra las drogas goza de una enorme popularidad en los sectores populares, pues son precisamente ellos a los que les resultan más patentes los efectos destructivos y deshumanizantes de un consumo de drogas que funciona como el emblema de un sistema excluyente y brutal.

Todas estas razones (y muchas otras que de seguro no vislumbro ahora) son muestras de que se trata de un debate complejo, que no puede ser resuelto fácilmente. Por lo mismo,  me parece tanto más importante abordarlo de manera directa y cabal. En esto sentido, la misma pregunta por la necesidad de legalizar las drogas resulta demasiado gruesa,  restrictiva. Es necesario primero indagar a fondo por qué prohibimos y que ganaríamos -y perderíamos- con legalizar. Y luego, qué drogas habría que legalizar, y en base a qué fundamentos y criterios. Sólo entonces sería tiempo de abordar el desafío mucho más complejo de cómo hacerlo.

Yo en lo personal soy en principio reacio a considerar la legalización como una solución eficaz. Pero creo que es importante proseguir el debate que se planteó en Cartagena, y desde ya me manifiesto dispuesto a cambiar de opinión. Pues si uno no lo estuviera, ¿para qué debatir entonces?

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