Pasar al contenido principal

ES / EN

¿Lindo es mi Quito?
Lun, 03/12/2012 - 21:12

Alfonso Reece

‘¿Cuándo se jodió el Perú?’
Alfonso Reece

Alfonso Reece es ecuatoriano, y se ha desempeñado como escritor y periodista. Posee estudios de Derecho y Sociología en la Universidad Católica del Ecuador. Como periodista se ha desempeñado en los canales de televisión Ecuavisa y Teleamazonas, mientras que en prensa escrita ha colaborado en las principales revistas de su país, como 15 Días, Vistazo, SoHo, Mango y Mundo Diners. Actualmente es columnista en el diario El Universo (Guayaquil, Ecuador).

Seguramente hay un programa informático con el cual se pueda, a una imagen tridimensional de Quito, borrarle los magníficos cerros verdes o nevados que la rodean y suprimir el Centro Histórico. ¿Qué nos queda? Una ciudad de país pobre de América Latina estándar, en nada más bella ni llamativa que centenares de urbes en estas repúblicas semifallidas.

Ni las montañas ni el casco colonial los construimos nosotros. Aquellas fueron hechas por Dios y aquel fue levantado por generaciones pasadas. Dicen que hay bellas construcciones detrás de los altos muros que dan a las calles de los más exclusivos barrios residenciales, pero no se ven, sus dueños las ocultan por motivos “de seguridad”... probablemente tienen razón porque esta capital nunca fue demasiado segura, pero hoy es definitivamente peligrosa. Grises barrios de invasión trepan por las colinas, al menor descuido asaltarán las cumbres.

Pero si la ciudad se ha vulgarizado físicamente, más lo ha hecho culturalmente. A guisa de “sal quiteña” ahora sirven bascosas guasas. La tradicional cortesía quiteña, que algunos como el poeta francés Henri Michaux a principios del siglo pasado consideraron excesiva, se ha moderado, tanto que hoy no te saludan ni cuando entran a tu casa. La curiosa lengua de esta ciudad, caracterizada por su suavidad y salpicada de entrañables quichuismos, ha sido sustituida por una jerga intencionadamente vasta y tachonada de procacidades. 

Una curiosa tendencia asuela a la juventud: difícilmente un quiteño de menos de 30 años conoce el nombre de otra calle que no sea la suya; casi hace gala de ignorar esta información. Podemos interpretar esta absurda costumbre como una muestra de desarraigo, de ningún compromiso con el espacio físico que habita su comunidad. Y así puedo apilar decenas de observaciones que conducen a la misma evidencia: la pérdida de la esencia, personalidad y gracia de la ciudad.

El proceso de erosión de la urbanidad tiene décadas, cerca de un siglo. A riesgo de que me llamen monotemático y obsesivo, tengo que atribuir estos males a un hecho que he señalado sistemáticamente en las últimas semanas: la incapacidad y desidia de las clases dirigentes. Vuelvo a aclarar que cuando hablo de estas no me refiero solo a la “nobleza” o a la plutocracia, sino a todos los grupos que detentaron poder de cualquier tipo: político, económico, cultural, religioso... 

El desbarajuste arquitectónico de la ciudad es patente demostración de esto, con pocas excepciones se construyó y urbanizó sin ningún criterio estético, sin consideración a ningún otro valor que no sea la ganancia rápida. Bastan los dedos de las manos para contar los edificios dignos de verse en el Quito pos 1930. Por sus calles, contento con la limosna de un bono, camina un pueblo amansado al que se le puede aguar su fiesta, quitándole una tradición de 500 años, sin que reaccione. Poco tienen que ver con sus antepasados, constructores de Compañías y Rondas, gente cordial pero altiva, que respondía a las insolencias con revoluciones y gritos de independencia.

*Esta columna fue publicada originalmente en El Universo.com.

Países
Autores