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No deberíamos exagerar la importancia del terrorismo
Jue, 23/11/2017 - 09:26

John Mueller

John Mueller
John Mueller

John Mueller es es Académico Titular en Cato Institute. Es miembro del Departamento de Ciencias Políticas e Investigador Científico Titular en el Centro Emerson para Estudios de Seguridad Internacional de la Universidad Estatal de Ohio. Es experto reconocido en terrorismo, especialmente en las reacciones que a menudo genera. Su más reciente libro sobre el tema, Terror, Security and Money: Balancing the Risks, Benefits and Costs of Homeland Security (en coautoría con Mark G. Stewart) fue publicado en septiembre de 2011 por Oxford University Press. Ha sido académico visitante en Brookings Institution, Hoover Institution y Stanford University, y en Norwegian Nobel Institute en Oslo. Anteriormente pertenecía a la facultad de la Universidad de Rochester. Es miembro de la American Academy of Arts and Sciences, Académico John Simon Guggenheim, y ha recibido becas de la National Science Foundation y la National Endowment for the Humanities. 

Cuando el terrorismo está siendo reportado, algún esfuerzo debería realizarase para poner la cuestión en contexto. Solo se requieren algunas palabras: Desde 1970, la probabilidad de que un estadounidense sea asesinado por un terrorista en EE.UU. es de una en cuatro millones por año. Desde el 11 de septiembre de 2001, la probabilidad es de 1 en 50 millones por año. Pero esto casi nunca sucede. En cambio, hay una fuerte tendencia hacia inflar los peligros que representan y las capacidades de los terroristas que podrían estar andando sueltos por allí.

En los años posteriores al 11 de septiembre, los terroristas yihadistas han logrado matar a alrededor de seis personas al año dentro de EE.UU. —incluyendo a las recientes atrocidades en Manhattan. Estas muertes son tragedias, sin duda. Pero vale la pena tener en mente algunas comparaciones: los rayos matan a alrededor de 46 personas al año, los accidentes causados por venados a otras 150 personas y alrededor de 300 personas mueren cada año ahogadas en una tina de baño. Mientras que la violencia del terrorismo constituye una amenaza para EE.UU., la envergadura del peligro es tan limitada que es incluso una exageración considerable denominarla como una “amenaza”.

“No podemos tener otro 9/11” sigue siendo una expresión para ponerle fin a una conversación, aún cuando ese evento sigue siendo un caso extremo: rara vez algún acto terrorista antes de o desde ese entonces ha causado siquiera un décimo de la destrucción, incluso en zonas de guerra. Es posible argumentar que el daño cometido por yihadistas desde el 9/11 es tan bajo porque “las medidas defensivas de EE.UU. están funcionando”, como dijo el analista de seguridad nacionalPeter Bergen. Estas medidas deberían recibir algo de crédito, pero no queda claro que hayan marcado una gran diferencia.

Ciertamente es posible que algunos de esos complots que han sido frustrados hubieran podido acomodar su estrategia y de hecho lograr hacer algo. Pero mientras que nuestras medidas extensivas y muy costosas de seguridad puede que hayan sacado a algunos objetivos fuera de la lista de gran parte de los terroristas -las aerolíneas comerciales y bases militares, por ejemplo- ningún terrorista con determinación debería tener mucha dificultad en encontrar objetivos potenciales si el objetivo es matar personas o destruir propiedad para enviar un mensaje. El país está lleno de ellos, y el ataque en Manhattan demostró cómo esto es desafortunadamente e irremediablemente cierto. Aún así, las capacidades de los potenciales terroristas en EE.UU. son de igual forma, particularmente mediocre. Como Brian Jenkins de RAND concluye: “Los números siguen siendo pequeños, su determinación floja y su competencia pobre”.

Conforme sufrimos por las vidas perdidas -y superemos nuestros miedos luego de actos que pretendían inspirarlos- también debemos recordarnos que fue un evento sumamente excepcional.

Una vez le pregunté a un señor en el Instituto Nacional de Salud cuánto pagaría para eliminar una enfermedad que mataba a seis personas al año. Él me miró y me preguntó si es que yo había perdido mi sentido común.

*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.

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