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¿Se debilita la OEA?
Mié, 15/05/2013 - 02:51

Marcelo Ostria Trigo

¿Volver a Charaña?
Marcelo Ostria Trigo

Abogado boliviano, fue Encargado de Negocios en Hungría (1971-1973), Embajador en Uruguay (1976-1977), Venezuela (1978), Israel (1990-1993) y Representante Permanente ante la OEA (1999-2002). Se desempeñó como Secretario General de la Presidencia de la República (1997-1999) y como Asesor de Política Exterior del Presidente de la República (2005). En el Ministerio de Relaciones Exteriores, entre otras funciones, fue Director de Asuntos de América Latina, Director General de Política  Exterior y Viceministro de Relaciones Exteriores. Es columnista de los diarios El Deber de Santa Cruz (Bolivia),  El Nacional (Tarija, Bolivia) y de Informe (Uruguay). Ha publicado los libros “Las negociaciones con Chile de 1975” (Editorial Atenea, 1986), “Temas de la mediterraneidad” (Editorial Fundemos), 2004) y “Baladas mínimas” (Editorial El País, 2010).

La Organización de los Estados Americanos (OEA), la entidad internacional más antigua del mundo, como todas las de su naturaleza, no tiene voluntad propia. Uno de los más ilustres secretarios generales de la OEA, Alberto Lleras Camargo, decía que la OEA “no es ni buena ni mala en sí misma, como no lo es ninguna organización internacional. Es lo que los gobiernos quieren que sea y no otra cosa". 

La OEA fue un foro interamericano trascendente. En el balance general hay mucho de positivo. Entre sus aciertos hay que poner de relieve el de los presidentes reunidos en la III Cumbre de las América de Quebec, en abril de 2001, que por unanimidad aprobaron la iniciativa del gobierno del Perú para que se redacte y adopte una carta democrática, porque “las amenazas contra la democracia, hoy en día, asumen variadas formas. Para mejorar nuestra capacidad de respuesta a estas amenazas, instruimos a nuestros Ministros de Relaciones Exteriores que, en el marco de la próxima Asamblea General de la OEA, preparen una Carta Democrática Interamericana que refuerce los instrumentos de la OEA para la defensa activa de la democracia representativa” (de la Declaración de Quebec).

La Carta Democrática Interamericana, que se preparó en el Consejo Permanente de la OEA fue aprobada en la Asamblea General del organismo reunida en Lima, Perú, el 11 de septiembre de 2001. La carta comienza con un notable enunciado propuesto por el entonces embajador colombiano ante la OEA, Humberto de la Calle: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”. Hubo satisfacción general.

Luego, asomaría una inquietud: ¿será la Carta, recién aprobada, eficaz para defender la democracia representativa en casos de ruptura o amenaza de la continuidad institucional? ¿Tiene esta Carta mecanismos adecuados para responder a las expectativas creadas?

La radicalización del gobierno de Hugo Chávez -que participó activamente en el proceso de preparación de la redacción de la Carta Democrática y la suscribió- y la aparición de regímenes afines al “chavismo” (Bolivia, Ecuador y  Nicaragua) fueron factores para un notorio cambio de actitud, adversa al organismo hemisférico.

Por otra parte, surgían críticas a la OEA y a su secretario general, José Miguel Insulza, porque se dejaba pasar notorias acciones de algunos países que se contraponían a los elementos esenciales de la democracia representativa: “el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos” (artículo 3 de la Carta), además de violaciones a la libertad de expresión y de prensa.

La posición venezolana se vio fortalecida con la creación de la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA), integrada por Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua, Venezuela y tres países insulares caribeños: Antigua y Barbuda, Dominica y San Vicente y las Granadinas. De la misma manera, la creación de Unasur, integrada solo por los países sudamericanos –el propósito fue aislar a Estados Unidos y Canadá– fue otra de las causas del debilitamiento de la OEA.

Han quedado atrás las amenazas del desparecido presidente de Venezuela, pero los embates contra la OEA –recordando constantemente que Fidel Castro la llamó “el ministerio de colonias de Estados Unidos”-continúan. Los integrantes de la ALBA ahora se proponen cambiar la sede de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ahora en la capital estadounidense. Ya hay candidatos para recibirla. El  motivo: Estados Unidos ha suscrito la convención que crea la Comisión, pero no la ha ratificado y, por tanto, no es miembro de la misma. Consecuentemente, Washington no tendría el “derecho” de cobijar a la Comisión.

El argumento tiene fuerza, pero hay algo a tomar en cuenta: Estados Unidos es un país federal, con diferentes códigos penales estatales –además de los delitos federales. Algunos de esos códigos mantienen la pena de muerte, lo que resulta incompatible con los postulados de la Comisión. Con el tiempo, es probable que los pocos estados de la Unión que aún aplican la pena de muerte, terminen aboliendo este castigo extremo.

En esto hay una contradicción en el seno de la ALBA: Cuba mantiene la pena de muerte, pese a que sus socios buscan “retomar” y “reencauzar” la CIDH para una “real aplicación de los principios en derechos humanos”. ¿Será que el cambio de sede de la Comisión la hará más eficaz en la defensa de los derechos fundamentales? Eso está en duda.

Mientras tanto, el ocaso de la OEA, lamentablemente, ya es notorio, aunque yo quiero creer que será reversible.

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