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Dos crisis
Dom, 23/04/2023 - 21:10

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

¿Qué ocurre cuando una fuerza irresistible se topa con un objetivo inamovible? El fentanilo en Estados Unidos es un asunto no solo electoral, sino de sobrevivencia para su sociedad. Aunque es evidente que en las circunstancias que llevan a su consumo (como el de otros tantos estupefacientes) yace la clave del enigma, es absurdo pretender que México es un actor inconsecuente en esta materia. De hecho, la crisis del fentanilo en nuestro país vecino no es distinta, en concepto, a la crisis de seguridad que vive México y, más importante, ninguna de las dos naciones puede resolver su propia crisis sin la concurrencia del otro. Se trata de la historia de dos crisis que se retroalimentan.

En su novela sobre la era del terror previo a la revolución francesa, Historia de dos ciudades, Charles Dickens se mofa de los revolucionarios que ambicionan hacer compatible la libertad con la muerte: “Libertad, igualdad y fraternidad o muerte: está última mucho más fácil de obsequiar, ¡oh guillotina!” El fentanilo no es distinto para los estadounidenses que la extorsión, el narco y la muerte que acecha a infinidad de ciudades y comunidades mexicanas. La exportación de la droga, como ocurrió con sus predecesoras, alimenta el poder (y armamento) de las mafias que acosan a los mexicanos.

Quizá no sea casualidad que el presidente rechace los dos componentes de la ecuación: ni se produce fentanilo en México, ni hay crisis de seguridad en el país. Eso que padecen los ciudadanos de ambas naciones es producto de su imaginación. Pero ambas crisis son reales y tienen efectos inexorables. Cada sociedad reacciona ante sus circunstancias de manera distinta por la naturaleza de sus respectivos sistemas políticos, pero eso en nada cambia el hecho mismo de que ambas sociedades se encuentran acosadas por factores que son irresolubles exclusivamente en su fuero interno.

El consumo de drogas no es producto de la disponibilidad de éstas, sino de los factores sociales que llevan a que exista la demanda. Ese es el reto de la sociedad estadounidense. De la misma manera, la inseguridad que padece la población mexicana no es resultado exclusivamente de la disponibilidad de armas, sino de la inexistencia de fuerzas policiacas y judiciales en México que la protejan. Como dice el refrán, lo fácil es ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Dos de los puntos más contenciosos en la política estadounidense actual, especialmente a la luz de su próxima contienda electoral (2024), son la migración ilegal y el fentanilo. En ambos, México es actor protagónico. Esa es la fuerza irresistible que se aproxima y que va a impactar, nos guste o no. En términos analíticos es posible discutir la sensatez de culpar a terceros por el hecho de que haya demanda, respectivamente, de drogas y mano de obra, sin la cual ninguno de estos factores sería relevante. Pero eso en nada cambia el hecho mismo de que se trata de una embestida que ya está ahí y que nadie la puede parar. La gran pregunta es si el gobierno mexicano seguirá comportándose como un objeto inamovible y, en ese caso, qué consecuencias tendría.

La inseguridad en México comenzó de manera acusada con el gradual debilitamiento de las estructuras de seguridad del gobierno federal en los noventa. Fue la época en que súbitamente se incrementaron los robos y los secuestros. Hasta entonces, desde la era de la pacificación que tuvo lugar luego de la gesta revolucionaria, el gobierno federal había tenido tal fuerza y presencia a lo largo y ancho del territorio que eso permitía una relativa calma y una convivencia en concordia. Por su naturaleza centralizadora, el sistema político nunca favoreció el desarrollo de capacidades locales, en este caso de seguridad y justicia. En este contexto, no es casualidad que el gradual, y luego acelerado, debilitamiento del gobierno federal viniera acompañado de un colapso de la seguridad en todo el país. Fue ese vacío el que llenó el crimen organizado, sin duda asistido por las armas que sus utilidades tanto de actividades criminales en México como por la exportación de drogas les permitían. Pero el problema de fondo no son las armas o las drogas, sino la inexistencia de un gobierno eficaz en México.

De nada sirve pontificar contra los norteamericanos cuando los problemas de México son tan profundos y no distinguibles, o al menos no atendibles, sin la concurrencia del otro. Ahí yace la falacia del discurso político mexicano que, a su vez, alimenta al estadounidense y lo hace creíble, como han ilustrado los recientes juicios penales de personajes mexicanos en aquella nación. En lugar de actuar como objeto inamovible, México podría estar buscando formas de cooperación mutua orientadas a dos objetivos inexorablemente vinculados: las drogas allá y la violencia aquí.

“La muerte bien podría provocar la vida, pero la opresión no provoca nada más que a sí misma” concluye Dickens en la novela referida. La historia de dos crisis que sólo se pueden resolver en la medida en que ambas naciones cooperen y cada una actúe en su fuero interno. Ambas viven en la negación, una culpando a la otra de sus males cuando sus problemas son internos, pero requieren de la asistencia del otro para atacarlos.

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