Estaba hospedado en el Hotel Intercontinental de Río de Janeiro, el sábado 21 de agosto, cuando fue invadido por nueve bandidos fuertemente armados y luego rodeado por cientos de policías. El hecho fue descrito hasta en sus mínimos detalles por la prensa. Por eso, me limitaré a dejar mi impresión sobre las deficientes condiciones físicas y de atención de un hotel considerado de lujo, en la víspera de que se realice el Mundial de Fútbol 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.
En el patito feo de la cadena Intercontinental, de calidad reconocida en el mundo -que ha comenzado a tener en Sao Paulo el esplendor que consiguió en Río hace una década-, actualmente se observan los signos por la falta de mantenimiento y de desinversión en todas las instalaciones.
Este fue el caso de la habitación 327, donde me quedé. El cuarto (habitación) exudaba un olor a humedad cuando el aire acondicionado estaba apagado. El sitio requería de pintura en serio y no más parches en la pared. El sistema de cañerías imploraba reparaciones -la distribución de agua entre la ducha y el baño, y la presión del agua que sale por la ducha-. El mobiliario y las camas estaban viejas y desgastadas. El refrigerador, incluso después de ser cambiado por otro, jamás funcionó ni por tres días. Tampoco el control remoto del televisor antiguo.
Para ser justos, el único patrimonio bien conservado es el cuerpo de profesionales, gente capaz de dar lo mejor de sí, a pesar de las evidentes carencias y dificultades.
Los hechos ocurridos el fin de semana -antes, durante y después del incidente- exponen la absoluta falta de preparación del Intercontinental de Río para enfrentar una crisis. Peor aún: indica una falta de gestión relacionada con la verdadera esencia de la hotelería, la cortesía, el buen servicio y la satisfacción de los clientes.
Convengamos: un establecimiento de ese nivel, situado entre dos megafavelas como Rocinha y Vidigal, ambas en los últimos años con fuerte presencia de delincuentes, necesita de un buen plan de contingencia y entrenamiento para enfrentar cualquier incidente. Improvisaciones no caben a estas horas.
Cuando se detonó el hecho, el Batallón de Operaciones Especiales (BOPE) de Brasil comenzó a ocuparse de los atacantes y rehenes, y a peinar las dependencias del hotel en busca de más delincuentes escondidos. En tales circunstancias, como es natural, los huéspedes dentro de las habitaciones no eran la prioridad para los comandos militares, aunque debieron serlo para la administración del hotel.
No fue lo que se vio. Eran las ocho de la mañana y despertamos con los ascensores desconectados, los teléfonos mudos y que no atendían ninguna comunicación interna. Había una orientación general e informal, transmitida por quién sabe quién, y transmitida entre los huéspedes, pero no hacia abajo.
Durante horas de caminar por el pasillo, entre las habitaciones, la única fuente de información eran los rumores boca a boca. E, irónicamente, la transmisión en directo hecha por la televisión, era en principio -por falta de acceso a las instalaciones y una buena fuente- más acertada sobre lo que ocurría.
*Esta columna fue publicada originalmente enDiáriodoComércio de Brasil.





