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Ecuador: el país de novela
Vie, 05/11/2010 - 09:49

Jacobo Velasco

Tilapia china
Jacobo Velasco

Economista ecuatoriano, con formación en macroeconomía, finanzas y posgrado en ciencias políticas. Trabaja en el análisis macroeconómico con énfasis en los mercados laborales de los países de América Latina y el Caribe. Es columnista de medios locales como revista Vistazo, Gestión e Iconos de Flacso. Ha sido instructor en seminarios de la Cepal, Corporación de Fomento de Chile, Deloitte & Touche, Ministerio de Trabajo de Chile, y Organización Internacional del Trabajo (OIT), entre otros.

Seis intervenciones de las fuerzas armadas y del orden -en la forma de asonadas, golpes, amotinamientos- en 25 años. La inverosímil escalada de acontecimientos -la del 30 de setiembre pasado, la más inverosímil de todas- que generan episodios de desestabilización política y social con secuelas irreversibles. El hacer caso omiso, cuando se cuenta con poder y apoyo popular, a los mecanismos institucionales, incluso aquellos creados ad hoc. La permanente tendencia, por la vía de las elecciones, a la búsqueda de gobiernos fuertes que, de a poco, adquieren ribetes autoritarios. Nueve presidentes en 15 años. La del Ecuador es una historia tristemente fascinante. Parece sacada de una mezcla bizarra entre realidad y la imaginación llevada al límite por un escritor. El último cuarto de siglo ecuatoriano merece una novela. Yo la  compraría.

En su ensayo sobre el desarrollo de la novela como género en el siglo XX, el recientemente galardonado con el Nobel 2010, Mario Vargas Llosa, parte de la base de que la literatura es una aproximación ficcional a la realidad. Se nutre de ella, habla de ella, se viste de ella, pero no es la realidad. Es una o varias posibilidades alternativas que toman un curso que, a pesar de ser creíble, es una mentira, porque nace de la mente del escritor, quien configura personajes, situaciones y desenlaces. Los inventa tomando en cuenta episodios de su vida o de otras vidas, con unos tiempos que pueden o no ser paralelos o asumibles.

Puede pasar lo opuesto, cuando lo real tiene un trasfondo de mentira o engaño aceptado, como en los trucos de magia. Los magos sacan su conejo del sombrero, cortan a la ayudante en dos, desaparecen cosas. La gente los aplaude. Los magos no le hacen daño a nadie porque existe un acuerdo tácito sobre la ficción de sus trucos. En los asuntos públicos y políticos, en cambio, cuando existen sospechas sobre si lo que se hace es incorrecto, y se descubre que hubo engaño, la desazón es enorme. La rabia, también. Por eso, en el último capítulo de esta novela ecuatorial, más allá del condenable quiebre democrático, sobre el que existe consenso, el centro de la discusión se ha dirigido al deleznable debate sobre si se trató de una confabulación orquestada por un juego de intereses o si la protesta policial que devino en motín, por un lío de equivocaciones que caldeó los ánimos hasta los 41grados, se convirtió en un rescate digno de Hollywood, pero con muertos y heridos de verdad.

El problema es que en estos episodios hay responsabilidades por todos lados. No existen buenos ni malos químicamente puros. Para llegar a un punto casi de ficción en un mundo real, detrás existe una historia corta -la forma cómo se ha manejado la política y la resolución de conflictos en el gobierno de Rafael Correa- y otra larga -la manera cómo se desenvuelven la política y la resolución de conflictos en el Ecuador- que convergen en capítulos que dan risa de escucharlos, pero que, de pronto, se vuelven carne y nos enrostran las disfuncionalidades propias.

Por eso el gobierno expresamente quiere avanzar con la teoría conspirativa, para deslindar su parte de culpa, como ha sido la norma, no solo suya sino de todos quienes han participado en el juego que desembocó en capítulos desestabilizadores en los últimos 25 años. El acumulado de desencuentros, descalificaciones, falta de diálogo, embate contra las instituciones y miopía de corto plazo, se convierte en un hábito que marca hitos con tendencia a la repetición.

En Conversación en la Catedral, una de las mejores novelas en español del siglo XX, Vargas Llosa perennizó la pregunta medular que nos hemos hecho alguna vez los latinoamericanos, y que repetimos como un mantra los ecuatorianos: ¿cuándo se jodió el país? La pregunta ecuatorial tiene subcapítulos: ¿cuándo las FF.AA. dejarán de creer en la predestinación a un mejor gobierno castrense respecto del civil? ¿Cuándo dejaremos atrás esta visión miope en la que pírricas victorias de corto plazo acumulan un saldo enorme donde el mensaje es “no importan las formas”?

¿Cuándo se podrán construir consensos mínimos si las relaciones sociales, en general, implican visiones con niveles de divergencia, y esta diferencia se rechaza de plano? ¿Cuándo brillará la humildad y desaparecerá la mala costumbre de echar la culpa, sin reconocer los errores propios? La discusión de si fue o no fue golpe es accesoria. Tenemos un mal en nuestra democracia que presenta otro cuadro de fiebre. El problema es la falta de medicina. Y el resultado es estar condenado a repetir una pregunta de novela, en donde la realidad supera a la ficción.

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