Cuando el ex guerrillero tupamaro José Mujica venció en las elecciones internas al socialista Danilo Astori, el preferido del presidente uruguayo saliente Tabaré Vásquez para sucederlo, hubo temores de que, si “el Pepe” (como popularmente es conocido) alcanzaba la presidencia de su país, el régimen del Frente Amplio –una coalición en la que coexisten comunistas, socialistas, ex guerrilleros tupamaros, y una cantidad de grupos menores de la izquierda uruguaya–, se radicalizaría más, y entraría a formar parte del grupo de los díscolos gobiernos populistas que lidera Hugo Chávez Frías y que, además, podría comenzar en su país una creciente influencia del castrismo.
José Mujica triunfó en las elecciones y fue ungido presidente del Uruguay. Y, ciertamente, despertó no pocas preocupaciones. Pero luego, como ya se dijo, sorprendió con su moderación. Es más, en el ámbito internacional, especialmente en el latinoamericano, tuvo un perfil bajo, preocupado más bien por el diferendo con la Argentina sobre una planta papelera instalada en la margen uruguaya del río limítrofe de ambos países que ocasionó un largo bloqueo de activistas argentinos de los puentes internacionales que unen a los dos países.
Pero, por otra parte, hizo lo impensable –Lula da Silva no se animó, o no quiso–y, en septiembre pasado, se reunió con disidentes cubanos y con representantes de las Damas de Blanco, las valerosas mujeres cubanas que exigen, con marchas pacíficas en La Habana, la libertad de los presos políticos encerrados por el castrismo.
Realmente, en el nuevo estilo de Mujica, hay una notoria diferencia con el oculto sectarismo de Lula, que algunas veces aflora torpemente. Lula da Silva llegó a decir, tras la muerte de Orlando Zapata Tamayo, el héroe cubano disidente, que “Tenemos que respetar la determinación de la justicia y del Gobierno cubanos. La huelga de hambre no puede ser un pretexto de los derechos humanos para liberar a las personas. Imaginen si todos los delincuentes presos en San Pablo hicieran ayuno para pedir su liberación”. No se esperaría de la nueva presidente una declaración tan sibilina; se la ve menos proclive a la figuración y a agradar a toda costa.
Por otra parte, no era imaginable que alguien, con sensatez, afirme que Hugo Chávez es el "mejor presidente que ha tenido Venezuela en los últimos cien años” (mayo de 2008). Pero Lula da Silva lo hizo. Y no se trata de los gustos del presidente brasileño, sino del oportunismo en decirlo.
Tampoco se esperaría que la presidente Dilma Roussef, incluso si tuviera afanes de notoriedad, pretendiera ser mediadora en un conflicto que ya supera los sesenta años: el palestino-israelí. Lula da Silva lo intentó, siendo inexplicable que él mismo se ofrezca ya que antes había ensalzado al principal detractor latinoamericano del Estado de Israel: el presidente de Venezuela, Hugo Chávez.
Tampoco se ve a la presidente Dilma Rousseff como una intrusa, tratando de abogar por Irán, en el caso del desarrollo nuclear que intentan los ayatolás despertando fundadas inquietudes.
La presidente recién electa, que se prepara a asumir el mando del Brasil, tendrá que exhibir en algún momento su estilo que, por temperamento, será diferente al de Lula da Silva. Por supuesto que la orientación del gobierno, al que Dilma Rousseff sirvió como la más estrecha colaboradora de Lula, continuaría inalterada, por lo menos inicialmente.
Internamente, con una política diferente a la de los socialistas del siglo XXI, Brasil creció, disminuyó el porcentaje de pobres y mantuvo la estabilidad que le fue ajena por décadas. Situar a Brasil como una potencia del futuro, se debe también al ex presidente Fernando Henrique Cardoso, uno de los políticos brasileños más respetados: el arquitecto de un modelo exitoso que el PT tuvo la sensatez de seguir.
Sin embargo, es temprano para vaticinar la conducta política de la nueva mandataria. Es que aún hay señales contradictorias. Carlos Eduardo Lins da Silva, un prestigioso periodista brasileño, menciona el estilo “ciertamente distinto (de Dilma Rousseff) del de su antecesor”, no solo porque la presidenta electa “será bastante más discreta y técnica y menos impulsiva y emocional en sus decisiones”, sino también por algunos de sus colaboradores que, al parecer, ya decidió nombrarlos, como Antonio Pallocci, que será el Jefe de la Casa Civil, (cargo que en Brasil “es casi como ser un primer ministro”) ya “dio a los sectores empresariales y más conservadores del país la tranquilidad que todos deseaban, en el sentido de que no habrá ningún cambio drástico”. Pero, por otro lado, mantendrá al asesor en política internacional, Marco Aurelio García, cuyo extremismo llevó a sonados fracasos brasileños, como en Honduras; además de su estridencia en declaraciones referidas a otros países latinoamericanos.
Por supuesto que si Dilma Rousseff muestra mayor moderación tendrá problemas similares a los que ahora confronta José Mujica. En el Frente Amplio uruguayo hay impaciencia en el Partido Comunista, que reclama cambios más radicales –los que siempre propusieron los marxistas– en la política económica y un mayor acercamiento a la Cuba de los Castro y a los “bolivarianos”. Es posible que José Mujica esté ahora pagando su moderación. Y lo demuestra frente a un conflicto laboral que se atribuye a una incitación comunista: "La esencia de este conflicto –dijo el presidente– es de naturaleza política, ultra izquierdismo contra la izquierda tradicional".
José Mujica seguramente sabe que un viraje extremista en la economía, echaría por tierra el actual buen momento de la economía uruguaya, por lo que no puede claudicar ante los radicales. Y Dilma Rousseff también lo sabe, con relación al Brasil.
Finalmente, resalta la opinión del periodista Carlos Eduardo Lins da Silva. “… dependiendo de cómo estarán situados Lula y Dilma en el ajedrez de la política nacional, tal vez ella pueda al final montar su propio equipo e iniciar su propio gobierno. Por mientras, parece apenas que todo quedará más o menos como está, con menos focos sobre la Presidencia”.